Envejecimiento
Tengo la cara del Secretario de Estado Cultura en la ceremonia de los Goya clavada en mi memoria y me impide escribir de lo que quiero escribir, por lo que voy a intentar borrar esa cara delatadora del señor Lasalle con unas pocas frases: me parece patética su actitud. Lo del ministro Wert está claro que es un señor amortizado políticamente y que está pidiendo a gritos el cese, pero el silencio, la pasividad, la postura de funcionario inane, de servil y acomodaticio del señor Lasalle es más negativa que la chulería de su ministro o exministro. Y dicen que puede ser el sustituto. Me pregunto ¿leerá el Marca o el AS?
Más o menos situado ya con el espíritu adecuado, mi ansiedad crece con la constatación in situ de la edad media de los espectadores que acuden a presenciar las obras de teatro. Tengo la oportunidad de acudir a teatros de gran prestigio en capitales, a teatros de programaciones habituales de calidad, en salas medianas, pequeñas, alternativas, micros. En Euskadi, en Madrid, en ferias y festivales, en Iberoamérica y Europa, y cada vez me parce que estamos en una complicada situación, en la que existe una clientela más o menos fidelizada, de una edad que nos da una foto fija donde parece evidente el envejecimiento, que deberíamos desmenuzar porque puede ser un síntoma de una enfermedad que de cronificarse puede ser grave.
Existen estadísticas que me pueden matizar o incluso contradecir, pero es muy infrecuente encontrar en las programaciones habituales de nuestras salas y teatros espectadores menores de treinta años. En ciertas programaciones, podríamos elevar esta frontera unos cinco o diez años más. Es «nuestro» público actual, al que debemos cuidar, pero me pregunto, ¿nos conformamos con esto? Dicho de otro modo, la no renovación de públicos, el no acceso de nuevas generaciones a las salas, al disfrute de las artes escénicas ¿no es una condena a su desaparición? En las salas alternativas existen unos públicos más jóvenes, en su mayoría estudiantes de artes escénicas, círculos de amistades de los actuantes, pero en cualquier caso estamos hablando de veintitantos años.
Aceptemos como argumentación que la crisis aprieta justamente más a los jóvenes, que el desempleo en los jóvenes es mucho mayor que en otras capas, que esos espectadores que aparecen en la foto fija, la mayoría mujeres, de esas edades medias, con estudios y trabajo, responden socio-económicamente a una situación compleja que se repite no solamente en las grandes urbes, sino en las localidades de menor demografía con teatros de titularidad pública. Debemos comprender que todo influye, pero me malicio yo que lo que más influye y de lo que no se quiere ni hablar es la propia programación. Una programación que atiende a esas poblaciones tipo, que les proporciona las obras que ellos desean, con los contenidos que les reafirman social, estética, políticamente. Fuera de esto no se programa nada que altere esa comodidad. Es decir no se buscan nuevos públicos. Se crea un circuito cerrado. Y romperlo parece hoy en día imposible, pero no existe otra posibilidad para no contribuir a este desgaste imparable de la relación entre lo que se hace, cómo se hace y quiénes lo reciben, lo disfrutan, y quizás se identifican con lo que se les ofrece.
Hay que implementar muchas medidas, pero lo primero es discutir sobre esta circunstancia, analizar en profundidad esta situación para encontrar las soluciones o las actuaciones y planes adecuados para que no se atrofie y se puede revertir la tendencia. En Iberoamérica, por cierto, la pirámide edad es casi al contrario. Con todos los matices que se quiera, pero es que la programación comercial está reservada para los teatros comerciales y no se contamina todo como sucede, a mi entender, en nuestros escenarios. En Europa es igual, los teatros públicos hacen programación actual, no comercial, buscan nuevos públicos y crean tejido cultural.