Aquí y ahora
Tengo dudas. Serias dudas. No estoy tan solo como creía respecto al tratamiento que debe aplicarse a los clásicos en estos momentos. El artículo de la semana pasada ha provocado, a mi entender, un sano debate. Además he tenido la suerte de poder recibir el primer pliego de descargo en vivo por parte de Helena Pimenta y Juan Mayorga. Casualidades. Una explicación no está de más. No pretendía ser una crítica a la Compañía Nacional de Teatro Clásico, ni siquiera al montaje de «La Vida es sueño», sino que estaba influenciado por su visionado, y por haber pasado unos días magníficos, como siempre, en Las Jornadas de Teatro del Siglo de Oro de Almería, lugar en el que siempre se me despiertan mis obsesiones con los clásicos españoles, se me aclaran algunas dudas y se me abren muchísimas más. Se trata, por tanto, de un lugar saludable para mantenerse en activo.
Repasando mi propio artículo, no logro colocar nada más que ayude a situar mi duda razonable y hasta mi posición sobre el asunto del mensaje estructural de la inmensa mayoría del teatro que llamamos clásico español, especialmente del siglo de oro. Mantengo que el teatro es reflejo de la sociedad en la que se desarrolla, y entonces, si miramos la situación social, política, religiosa de la época en la que están escritas esas obras, la adscripción de sus autores como abanderados de unas posiciones radicales en lo religioso, es lógico que sus obras, si pasaban todos los filtros de censura de entonces, fueran a favor del poder dominante.
Sin prejuicio de su valor teatral, que creo sinceramente está sobrevalorado en muchas de las obras del repertorio más habitual, ese sustrato ideológico es el que pienso se debería revisar; se deberían utilizar recursos dramatúrgicos modernos para verlos desde un punto de vista diferente para que se acomodaran mejor a la época actual. Porque de seguir así ese teatro estaría muerto, sería un museo viviente. Para mí, un museo de los horrores ideológicos, como señalaba.
Pero es Juan Mayorga quién me coloca en la duda. En las dudas. Me pregunta si lo reaccionario no es precisamente pensar que el público, los públicos actuales, no saben discernir sobre lo que sucede en el escenario. Si no saben diferenciar claramente lo que es ideológica de «época», y lo que significa eso hoy. Y sigo dudando. No es mala reflexión, no. Suena por lo bajini como si yo partiera de un pernicioso paternalismo que considera a los públicos un conglomerado de idiotas incapaces de analizar. Y no sé si eso puede existir. Lo que si tengo claro es que toda obra de arte, de creación, y más que nada literaria, y todavía más teatral, en su complejidad de lenguajes, signos y significados, va emitiendo un mensaje final. Un mensaje que no se borra con detalles, ni con formalismos, ni con maquillajes. Y aquí me entra otra duda, más radical, ¿tiene remedio este teatro del que hablo?
Aquí y ahora, este teatro, según mi parecer, debería ser revisado profundamente. Y probablemente la opción mayoritaria sea mantenerlo tal cual, dejarlo estar, como una gloria del pasado que ha ido formando una manera de entender el ser español. Si miro desde mi ventana esa es la posición mayoritaria en los parlamentos y gobiernos, es decir, esos mensajes no están en desacuerdo con una parte notable de la sociedad. Por lo tanto, la opción que preconizo es claramente ideológica. Tan ideológica como la anterior. Pero justo en la dirección contraria. Quizás mi actitud sea ingenua, optimista y con intenciones positivas de salvar ese teatro de la fosilización.
Ya ven, sigo haciendo amigos.