Esas cosas que pasan
Después de muchos años, de muchos más de mil lunes relacionándome con ustedes a partir de esta homilía, debido a un exceso de confianza, a pensar que si bien no somos inmortales si somos invencibles, debido a una confluencia de circunstancias mi cuerpo bloqueó mi cabeza y no pude entregar mi misiva lunera. Fue una decisión dura, el motivo era la falta de energía, la ausencia de incentivo y el tiempo. Unas pruebas médicas que parecían ordinarias se complicaron y una de ellas se debió repetir lo que me produjo un mal cuerpo incontrolable, una desfase temporal y una bajada absoluta de capacidad de reacción.
A lo largo de la semana pasada y tras esa situación sobrevenida y única, seguí con mis asuntos propios, mis relaciones con la legión de batas blancas, pude volver a tener capacidad de escribir como hago cada día desde hace más de cuarenta años y apunté en mi cuaderno de notas que hay que prestar más atención a los mensajes del cuerpo y que si son más de cincuenta años en los que en cualquier circunstancia física y mental era capaz de escribir mis artículos comprometidos, empiezan a vislumbrarse síntomas de una falta de recursos para seguir fiando todo a esa suerte casi mítica de resolver cualquier circunstancia en el último minuto.
Y es que se encadenó otra circunstancia en esta semana porque al salir de una representación teatral tenían un mensaje del periódico GARA donde escribo, insisto, cada día un artículo como mínimo, en el que me indicaban que había muerto Kike Díaz de Rada y que si quería escribir algo. Me chocó, me dejó en un estado de incertidumbre e inseguridad. Les dije a mis compañeras que era muy tarde y que lo haría al día siguiente. Ese día siguiente desperté con las imágenes de Kike en diferentes situaciones. Desde los tiempos en los que formaba parte de Orain. De algunas de nuestras largas conversaciones, encuentros y de una broma que manteníamos como un enlace secreto sobre mi mala sintaxis. Era licenciado en filología. También recuerdo una noche en Olite viendo a Berkoff y sus “malos”; la última vez que nos vimos en Donostia en los teatros. Hace unos años tuvo un susto grave de salud. Pero lo había superado. Y de repente se une a la lista insoportable de amigos, conocidos, admirados compañeros y compañeras de las Artes Escénicas que dejan de estar activos. No supe qué decir, tengo auténticos problemas profundos con los obituarios y cuanto más cercanos y personales son, aumentan. No escribí nada hasta este momento. Mis compañeras del periódico lo entendieron. Hacía muy poco que escribí un líneas sobre Ana Pérez y fue doloroso.
Hay tramos de la vida individual y colectiva donde se acumulan acontecimientos en una misma dirección. Para los que tenemos más de setenta años es lógico que nuestros compañeros de quinta o nuestros maestros vayan formando parte de nuestra memoria, pero cuesta más sentir el dolor de pérdidas de gente más joven y talentosa. Duelen todos igual, pero con algunos la relación ha sido más intensa, personal y profesional. Y es que la lista de los últimos días es casi insoportable para poder respirar sin aspavientos. El último ha sido Ángel Gutiérrez, “El Ruso” un maestro de la interpretación que instauró en Madrid a finales de los años setenta toda la ciencia aprendida de los grandes maestros rusos, ya que fue uno de esos niños de la guerra, exiliados en Rusia. Era un hombre mayor, pero saber que nunca más nos va a deleitar con un Chéjov, abre una ventana a la nostalgia y al recuerdo de nuestra propia finitud.
Pero es que antes había sido el gran dramaturgo argentino Roberto Tito Cossa, del que tanto aprendimos, con el que tanto sentimos. “La Nona” es una de sus obras emblemáticas, pero su nómina de textos es tan amplia que no es difícil entender que fue uno de los grandes de la dramaturgia argentina del siglo XX. Y qué decir de Jerónimo López Mozo, esa gran persona, un dramaturgo de profundidad, que nunca hizo concesiones, con unas obras fundamentales. Mucho más apreciado por los estudiosos que por los mercachifles, sus obras no tuvieron un recorrido apropiado en los escenarios. Jerónimo era, además, crítico, participaba en mesas para hablar de cualquier asunto relacionado con las artes escénicas, tenía una idea del mundo, se vinculaba directamente en los movimientos de autores, tenía una conversación inteligente y amable y se nos ha ido. Hace nada que lo vimos en silla de ruedas en un teatro. Seguía siendo amable, cariñoso, entrañable. Una posibilidad menos de tener una conversación puntual con la inteligencia y la profundidad.
Y culmino con la muerte de Nicola Savarese, al que ustedes vincularán a dos libros fundamentales sobre la antropología teatral o sobre las artes escénicas universales escritos junto a Eugenio Barba. Era un sabio. No encuentro otra manera de definirlo. Un estudioso de toda la fenomenología teatral hasta la saciedad. Conocía en teatro indoeuropeo como nadie. Era de una lucidez y simpatía arrolladoras y de una generosidad inconmensurable. He sido el editor de esos dos grandes libros, unos de los hitos de la editorial Artezblai.
Con todas estas circunstancias acumuladas, parece un milagro poder mirar al futuro sin algo de miedo o por lo menos con algo de inquietud. La Vida sigue, es Bella, el Teatro es su máxima expresión, pero a veces, duele.