ESPERANDO A GODOT. Teatro Lliure
ESPERANTO A GODOT
(Comentario crítico de Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Teatro Lliure de Barcelona, Traducción de Lluis Pasqual, Producción de Concha Busto
Medio siglo después de su nacimiento, Esperando a Godot de Beckett volvía a los escenarios españoles de la mano de Lluis Pasqual con la insultante inocencia y el sinsentido provocador de su estreno, allá por la resaca de la II Guerra Mundial.
Teatro pobre -por atenernos a la preceptiva poética de Grotovski-, el clásico contemporáneo de Beckett se representa como la trágico/cómica función de circo de dos payasos –Vladimir y Estragón- que ven pasar la vida, en blanco y negro, y en dos macro-secuencias de un rudimentario precursor del cinematógrafo que va proyectando las deformes siluetas grotescas de los actores en una blanca pantalla, a modo de un teatro de sombras chinescas, que es sábana santa -túnica sagrada- tendida al sol y alfombra mágica voladora quieta, tapia y paredón, muro de las lamentaciones y telón de fondo de la acción, pero sin otro paisaje que un árbol -única manifestación de la Naturaleza- a los pies de una turbera -vertedero fundido con el humus-, que invade sin solución de continuidad el proscenio, rompiendo la barrera que separa la cuarta pared del patio de butacas.
QUIEN ESPERA ¿DESESPERA?
Muy a pesar de las interpretaciones universalizadoras de la obra -como la lectura del propio Pascual-, o de las más azarosas o fortuitas como las del propio Beckett – que relacionaba “Godot” con bota, remiendo o el farolillo rojo, último de la fila- resulta innegable el intratexto bíblico que representa de forma tan misógina como judeocristiana a dos “hijos de Eva” expulsados del Paraíso por el ángel de la espada flamígera -mensajeros del “olvidadizo Dios Godot”, esos dos angelitos- y plantados en este valle de -risas y- lágrimas frente a un árbol que será sucesivamente el árbol de la Vida, de la sabiduría del Bien y del Mal, la cruz o la horca, y que reverdece en el segundo acto como “el olmo seco herido por el rayo”, a la espera del Mesías -o del mismo Dios, el último del pelotón (de fusilamiento) del Tour (de force) o la Tour (de Babylone)-, alejado de sus criaturas y que, acaso sea por inversión, confirma la prototípica religiosidad irónica de un autor irlandés.
Espera y esperanza se funden aquí, confundiendo el deber estar físico en el sitio con el querer estar metafísico, en la misma virtud teologal, bajo un título de valor aspectual durativo que parece anticipar otros tantos títulos calcados del gerundio anglosajón en traducciones del cine norteamericano que satura nuestras pantallas.
¿DIDI LAUREL Y GOGO HARDY?
Arquetipos, si no universales, cuando menos occidentales, El gordo y El flaco, Don Quijote y Sancho, Don Carnal y Doña Cuaresma o Feliciano y Don Pésimo, Vladimir y Estragón -Didi y Gogo- encarnan la suma de contrarios de la condición humana, lo que explica que más allá de sus encuentros y desencuentros, de riñas y reconciliaciones, triunfe al fin la hermandad en esa comunidad reducida al ñaque que asiste al irresistible ascenso del dominio de Pozzo sobre su siervo Lucky, así como a la posterior caída de su imperio sobre él, como las abscisas de su espacio con las que se cruzan las ordenadas -de ordeno y mando- del Poder del tiempo, en el juego de planos del sistema de coordenadas -espacio y tiempo- de la existencia.
¿UNIDAD DE LUGAR, UNIDAD DE TIEMPOS, UNIDAD DE INACCIÓN?
Ese espacio desértico e invariable por el que pasa el Tiempo, inmóvil a fuerza de repetirse cíclicamente -el día y la noche, blanco y negro, elipse/elipsis del eclipse-, se convierte en la cárcel sin barrotes, en la celda al aire libre de sendos presidiarios condenados a la desmemoria sistemática -a medio camino entre el olvido posterior al horror de los totalitarismos y el renacer virginal cada tres minutos de los dibujos animados-, en un tiempo que se diría regido por los relojes blandos de la paranoia crítica de Dalí, atrapados en la inacción y entregados a la conjura del silencio por parte de dos necios –o de los necios por romper el silencio- con la conversación -cháchara, discusión, digresión, charlatanería… -, encerrados con un único juguete.
¿HABLANDO SE ENTIENDE LA GENTE? o ¿VER, OÍR Y CALLAR?
Porque, más allá del tema de la esperanza -motivo recurrente y desencadenante de la acción-, la trama de Esperando a Godot –y no es de extrañar la coincidencia significativa, o casualidad petrificante, de que la obra se estrenara por primera vez en el pequeño Théatre de Babylone de París-, se nos antoja, empezando por su escritura en francés de la mano de un escritor angloparlante, como el drama de la incomunicación de dos extranjeros en su propia lengua, peregrinos en el laberinto del lenguaje, en un repertorio de las absurdas manifestaciones de la imposibilidad de la comunicación entre interlocutores faltos de cooperación con el receptor -del tipo absurdo: “¿de dónde vienes?, zanahorias traigo, ¿a cómo?, sonrosadas”-, que carecen de presuposiciones compartidas y de sus inferencias correspondientes, que ensayan formas de comunicación verbal y no verbal que los apresan en idiolectos indescifrables, a medio camino entre la verborrea computerizada de un Lucky y el diálogo de besugos que monopoliza Pozzo, un verdadero diálogo de sordos -donde un hablante coge el rábano por las hojas y al otro eso le importa un rábano-, como el que, una vez mudo Lucky -el domesticado maletero de “tierra dentro” y viajero amaestrado- y ciego su amo el domador -silla y látigo-, profetiza el propio Pozzo: “un día como otro cualquiera, se volvió mudo, un día me volví ciego, un día nos volveremos sordos”.Y “a oídos sordos, palabras necias” -propiedad conmutativa-.
¿HUMOR SIN PALABRAS, ALGO DE MIMO O MUCHO CINE MUDO?
Deconstrucción del lenguaje, solipsismo postmoderno o afasia postindustrial, lo peor no es, medio siglo después de su estreno, que Godot nos haya abandonado y ya no vaya a volver -Dios murió a comienzos del siglo pasado, tiempo antes de la “caída de los dioses”-, sino que la era de las comunicaciones, del multilingüismo y de la conflictividad de las lenguas en contacto haya consagrado la ceremonia de la confusión con el torpe dominio del inglés comercial como lengua franca imperial, el eurocéntrico sueño universalista del esperanto -y ahí este “Esperanto a Godot”, con “ecos” del grotesco chapurreado del Salvatore de El nombre de la rosa de Umberto Eco, en el nombre de la risa- y otros volapuk de campanario, que hacen de las palabras objetos intercambiables carentes de connotación, toma y daca verbal, reificación del lenguaje, fuentes de ruido e instrumentos de sobresaturación informativa y, dicho sea en una palabra, puro y peri/patético pasatiempo.
Por ello, y tal vez como réquiem fúnebre por lo que un día fue la comunicación, aplaudimos pidiéndole un bis al propio Samuel Beckett: “Interprétala otra vez, Sam”.