Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia / El Brujo / 64 Festival de Teatro Clásico de Mérida
Magistral lección
Rafael Álvarez ‘El Brujo’ -autor, director, actor- ha vuelto al Festival con otro monólogo, el cuarto después de aquel ‘El asno de oro’, entre la diversión y el tedio, de hace cinco años. Esta vez, en un alarde de originalidad e imaginación –fruto de la investigación realizada en el antropomorfismo del mundo clásico griego y del oriente más antiguo- nos ha brindado ‘Esquilo, nacimiento y muerte de la tragedia’, una magistral conferencia/espectáculo –en dos partes- que revela las raíces humanas de los conflictos dramáticos, ilustrada con su conocido estilo propio de interpretación inspirado en aquellos rapsodas (transmutados con las técnicas juglarescas modernas del arte del histrión) inscritos en el ámbito de la primitiva transmisión por vía oral de la poesía épica.
El discurso de El Brujo –según su propuesta- se ha basado en ‘El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música’, de Nietzsche, y ‘La muerte de la tragedia’, de George Steiner, dos libros difícil de digerir (¿una broma para los críticos teatrales?), de los que ha sacado cierto jugo a esa explicación de la tragedia -que se da en el primero- como la fusión de dos fuerzas contrarias, la del equilibrio y la armonía que representaba el dios Apolo y la del desenfreno que simbolizaba Dionisio. Dos fuerzas que El Brujo ve representadas en “la risa y el llanto”, sabido que la vida es en parte dolor y en parte placer. En el otro texto, la explicación se refiere a que la tragedia como forma de arte ha perdido la presencia de Dios y, por eso, hoy está muerta.
Sin embargo, las cuestiones más innovadoras sobre el teatro trágico y el sentido de la vida humana, que si bien se nutre de la tradición homérica y aluden a situaciones contemporáneas del dramaturgo (con asuntos como “¿Somos libres o estamos predestinados?”, a las que ya se refería Esquilo según las obras que nos llegaron), tienen su mejor aportación en el conocimiento y la sabiduría espiritual de la cultura clásica hindú que El Brujo introduce influido por la doctrina Vedanta (expresada en el excelente texto épico ‘Rig-Veda’). Todo un significado en la esencia de la tragedia que me recuerdan algunas citas sobre el fondo religioso del teatro clásico griego e indio, publicado en revistas por el helenista Rodríguez Adrados y en el libro ‘Dramatic Concepts – Greek an Indian’ (1975) por el profesor indio Bharat Gupt (detallando las raíces del teatro en las culturas indoeuropeas de la antigua Grecia y la India).
La puesta en escena está bien ideada utilizando toda la arena del teatro romano, acotado por una sugerente y bella iluminación de Miguel Ángel Camacho, y la parte frontal de la orchestra con un sencillo tabladillo en la que sólo aparecen los elementos imprescindibles (una mesa con libros y documentos) para interpretar la obra. La primera representa el mundo clásico, la segunda el mundo moderno. El Brujo, como actor –acompañado por una música adecuada en directo de Javier Alejano que subraya matices a metáforas relucientes- es el mayor elemento escénico y constituye el espacio mediante las reacciones de su voz y de su cuerpo y las sensaciones que estas evocan.
En una genial escena donde divide el escenario romano en dos territorios griegos (figurados como Extremadura y Castilla la Mancha), tengo que agradecer a Rafael Álvarez la lección de interpretación que realiza razonando cómicamente sobre los movimientos de los actores en los grandes espacios, que requieren una técnica especial. Ello, refuerza mi crítica a esa estafa estética que se da en el Festival por compañías foráneas debutantes, programadas por Cimarro, que han ensayado sus espectáculos en pequeños espacios, pensando más que nada en hacer bolos en teatros a la italiana o plazas porticadas, y que cuando llegan al Romano sus montajes son un desastre (como ocurrió la semana pasada con “Nerón”).
En la interpretación, El Brujo, que aparece en escena recitando en griego –con acento cordobés- parlamentos de la tragedia ‘Los Persas’, con esa voz potente y modulada que hubiese gustado oír –sin micro, pues no se necesita- en las laderas del antiguo Teatro de Delfos, junto al Santuario del Oráculo del hermoso paisaje del monte Parnaso, donde moran los espíritus de Apolo y de las Musas, sigue la línea de trabajo del “actor solista” mantenida en los tres montajes anteriores, donde se utilizan las antiguas técnicas de transmisión oral y los recursos de “distanciamiento brechtiano” de Darío Fo (que funcionan muy bien didácticamente). Como ya he referido otras veces, El Brujo, con su habitual espíritu juguetón y libre del histrión, con su dinámica mental, destreza física, voz portentosa y aptitud de transformación mágica, vuelve una vez más a inundar el teatro romano de ideas, guiños cómplices, chistes, guasas, confiriendo a las tragedias de Esquilo -y de otros autores- un lirismo de humor trágico que como una corriente eléctrica de revulsivo teatral llega hasta el intelecto de los espectadores, que terminan muertos de la risa o fulminados por la catarsis, o de ambas cosas, según el nivel que tengan de cultura clásica.
José Manuel Villafaina