Velaí! Voici!

Estéticas dramatúrgicas de la contemplación

Parece demostrado por los estudios de neurobiología que el ser humano necesita de la palabra (logos) para reflexionar(se) y para narrarse. Para conocerse. Todas las civilizaciones, de hecho, cuentan con unos «mitos» (historias ejemplares) que, a través de la palabra, recogen las reglamentaciones y usos que sirven de guía en las encrucijadas vitales. A través de diversas figuras retóricas como la parábola, la metáfora, la hipérbole, los símbolos, etc. se tejen historias que abordan los temas fundamentales de la raza humana.

La primera dramaturgia occidental, aún manteniendo todo el sustrato ritual y dionisíaco predramático, se ocupó de mostrar o (re)presentar, mediante tramas de acciones, aquellas historias míticas primigenias. «Velaí. Voici» las tragedias de Esquilo, Sófocles y Eurípides. «Velaí. Voici», dando un salto temporal, las dramaturgias de William Shakespeare a partir de las «Crónicas» de Holinshed. De la tragedia al drama burgués, post-revolución industrial, una gran parte de la dramaturgia occidental se ocupó, en los diferentes géneros y estilos, de (re)presentar historias mediante tramas de acciones.

De igual manera, la concepción de los personajes, como metáfora teatral de las personas y, por tanto, representación de las «identidades», también desde los diferentes géneros, estilos y perspectivas (identidades individualizadas, tipificadas, estereotipadas, arquetípicas, alegóricas, etc.), atiende, en suma, a una historia. Identidad es igual a memoria, a historia, a un conjunto de sucesos o acontecimientos. La identidad se cifra, en parte, en una historia biográfica, en una narración. Blanche DuBois, de «Un tranvia llamado deseo» de Tennessee Williams, es una historia que se nos va desvelando a lo largo de la trama de la obra. Hamlet, el personaje, es otra historia que se nos va revelando en el desarrollo de la trama de la obra homónima.

Así pues, podemos decir que una buena parte de la dramaturgia se ha ocupado de mostrarnos, de (re)presentarnos, historias mediante la intervención de otras historias que son los propios personajes.

No obstante, también ha habido otra buena parte de la dramaturgia que ha prescindido de ese afán narrativo vinculado al desarrollo de una historia. Incluso la renuncia a la puesta en relación de identidades ficcionales, difiriendo el interés hacia la sensorialidad de una trama de acciones para concitar un sentido o abordar temas que se escapan de la lógica más literal, hacia los ámbitos de lo indecible, inefable e inenarrable que, no obstante, también forman parte de la vida humana.

Hace unos días asistí a un espectáculo cuya poética teatral se acerca a estas tendencias de lo ahistórico, lo atemporal, hacia una desdramatización derivada de una despersonalización. Se trata de «28 BUITRES VUELAN SOBRE MI CABEZA», de CARLOS MARQUERIE, que pude contemplar el pasado 6 de abril de 2013 en el Teatro Ensalle de Vigo.

Al margen de los aspectos más vinculados a la «crítica teatral» sobre este espectáculo (que se puede consultar en El Periódico de las Artes Escénicas Artezblai), me gustaría ofrecer un análisis desde la perspectiva de la poética dramatúrgica que acabo de citar brevemente. Este análisis es una reflexión sobre las estéticas contemplativas y la ausencia de una historia o fábula, así como de unos personajes o personas, para orientarse hacia la pura inmanencia material y visual de las acciones escénicas.

Decía el poeta Uxío Novoneyra: «Quen na outa tarde / andivo a catar o aire / sabe que a sombra é máis / que unha lene escuridade. // O aire ten unha cousa que se perde se ún a conta.» (Quien en la alta tarde / anduvo catando el aire / sabe que la sombra es más / que una leve oscuridad. // El aire tiene una cosa que se pierde si uno la cuenta.) Y aquí reside la tensión dramatúrgico-demiúrgica de «28 Buitres vuelan sobre mi cabeza» de Carlos Marquerie, en una pugna, entre onírica, pictórica y alucinógena, por contar lo inefable.

El resultado es un paisaje escénico en el que se integra el texto descriptivo, a modo de diario poetizado, con acciones performativas que tienden a mostrar una concepción de la acción totalmente alejada de un proyecto de la voluntad humana, para orientarse hacia una fisicidad objetualizada.

«28 Buitres vuelan sobre mi cabeza» invita a una recepción contemplativa alrededor del propio acto previo de la contemplación que Marquerie ha hecho de la naturaleza y sus paisajes. Mientras tanto, la observación detenida del paisaje, con la fuerza telúrica de los elementos que lo conforman, te funde con él, para originar la unicidad entre vegetal y mineral que nos reduce a una suerte de seres lánguidos e inermes. He ahí esas acciones gestuales, coreográficas, de vestirse y desnudarse, tumbarse y erguirse, contactar con la otra sin relacionarse humana o psicológicamente, sino como figuras desprovistas de voluntad y abocadas a ese contacto animal, como el de la abeja en la flor o el de la hoja caduca del árbol en la hierba. Ahí reside una despersonalización en la que el actor Carlos Marquerie y las actrices Estefanía García y Getsemaní de San Marcos, no sólo no se erigen en personajes, sino que, además, renuncian a su individualidad o identidad personal.

He aquí, en consecuencia, un teatro más allá de la historia, más allá de los personajes e, incluso, más allá del teatro de personas. He aquí, en consecuencia, un teatro que aspira a ser paisaje puro, observación de la observación, mirada de la mirada y contemplación de la contemplación. Siendo, entonces, la primera mirada, observación y contemplación, la que funda la dramaturgia de este paisaje crepuscular, tras el que alienta una reflexión sobre el inexorable paso del tiempo, la vejez, la caducidad y la muerte, como estadios consustanciales a la propia vida.

En este sentido, el paisaje y la fusión que objetualiza al actor y a las actrices, para rematar convertidos en muñecos de un bodegón (cuya belleza plástica se consigue a través de la composición dramatúrgica del movimiento y de la luz), van a estar exentos, igual que de la voluntad humana, también del humor. Por el paisaje pasan los ciclos climáticos de las estaciones, pero no hay voluntad humana ni tampoco humor, porque el humor es un contrapunto introducido por la distancia de la inteligencia, como estrategia de emancipación y empoderamiento del ser humano. Sin embargo, aquí, en este espectáculo, la renuncia al empoderamiento y al «ser» nos va a confinar en un «estar» puro, prístino, vegetal, animal y mineral, conforme a un fluír estacional.

«28 Buitres vuelan sobre mi cabeza» es un paisaje escénico que crea un bodegón pictórico en el que los seres se desposeen del «ser» para «estar», para ser, paradógicamente, estados puros y primigenios. Un paisaje en tres ciclos. Si, un triciclo, una trinidad, una tríada, una sección áurea, un triángulo simbólico, en el que sobrevuela la alegoría azul, como algunas aguas, o negra, como otras, de la muerte, la de la guadaña. La actriz que se acerca a Marquerie, al principio y al final del espectáculo, tocada con un vestido ajustado de lentejuelas azules brillantes, encima de unos zapatos negros de tacón alto y una guadaña en la mano.

La trinidad de la «Divina Comedia» de Dante: Infierno – Cielo – Purgatorio. Y el ciclo de tres estaciones, comenzando por la del otoño: sobre el cuerpo desnudo de Marquerie una actriz deposita mohos, musgos, líquenes, hongos secos, piedrecitas y compone un bodegón.

El poeta Uxío Novoneyra decía: «Iste mofo das pedras tan vello e tan miudiño / é o silencio baixiño que lles vai saindo en frebas / e que se queda á pé delas pra que non podan sentilo. // Mofo lento das pedras / polas aurelas das presas e polas beiras do río!» (Este moho de las piedras tan viejo y tan menudito / es el silencio bajito que les va saliendo en hebras / y que se queda al pie de ellas para que no puedan sentirlo. // ¡Moho lento de las piedras / por las orillas de las presas y por las veras del río!)

El invierno: sobre el cuerpo desnudo de Marquerie, la actriz deposita cortezas desprendidas de los troncos de los árboles, encinas quizás, como las que rodean la casa del dramaturgo. La primavera: sobre el cuerpo desnudo de Marquerie, las actrices depositan ramitas y hojas verdes.

La primavera de Botticelli, pese al cuadro que dibujaron las actrices de una lactancia, así como las diferentes imágenes pictóricas del demonio y la carne que, en foto fija, nos fue mostrando el espectáculo, queda, igualmente, en un paisaje lánguido tendente a la desafectación Zen, que también acude en la dicción del texto. Porque aquí la primavera es cenital, crepuscular, se enfrenta con el ocaso de la vida y con «The Waste Land» (La tierra baldía) de T. S. Eliot, en la que «April is the cruellest month, breeding / Lilacs out of the dead land, mixing / Memory and desire, stirring / Dull roots with spring rain.» (Abril es el mes más cruel, criando / lilas de la tierra muerta, mezclando / memoria y deseo, removiendo / turbias raíces con lluvia de primavera.)

De este modo, el texto, entre diario y reflexión alrededor de la mirada, transita por pasajes descriptivos, casi oníricos, recorriendo también los tópicos de esa belleza de postal que nos vuelve un poco cursis, para pasar a la iluminación reflexiva que concluye que «la imaginación se puede controlar, pero cuando se mezcla con el sueño emergen los deseos incontrolables que, en la vigilia, te pueden llevar a la enajenación y a la desesperación».

Cada uno de esos tres ciclos (otoño, invierno y primavera) de este paisaje anatómico, regado con el «Réquiem» de Mozart, remata con un muñeco dorado, un títere de hilos que maneja el propio Marquerie. El muñeco articulado es la metáfora alcaloidal conclusiva. La imagen que cierra este «28 Buitres vuelan sobre mi cabeza» es, precisamente, la de ese muñeco dorado, cuyas extremidades, brazos, manos, piernas y pies, se convierten en las ramas y en el tronco enraizado de un árbol solitario.


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