Estreno del drama lírico ‘Juan José’ de Pablo Sorozábal en la Zarzuela de Madrid
Una tragedia de suburbio en una ciudad sin héroes
El 5 de febrero de 2016 el teatro de la Zarzuela ha estrenado «Juan José», drama lírico popular de Pablo Sorozábal (1897 — 1988) basado en la obra que el dramaturgo Joaquín Dicenta escribió en 1895. Siete años después de su presentación como concierto en el Auditorio Kursaal de San Sebastian en 2009, y casi medio siglo después de que Sorozábal concluyera su adaptación al género operístico, esta tragedia de arrabal sorprende por la actualidad de su temática, su potente lenguaje visual, escénico, coreográfico y una partitura verista cargada de matices.
Pablo Sorozábal no llegó a ver estrenada su obra, por lo que esta puesta en escena completa, absoluta, de la mano de grandes figuras de la escena, de la música, la coreografía y el diseño, lo convierten en un homenaje al compositor y a su obra más apreciada.
LOS AGITADOS CONTORNOS DEL DRAMA LÍRICO
El cosmos escénico de Juan José no deja nada al azar. Los colores apagados, sórdidos, asfixian el escenario, lo acotan y acorralan, creando un ambiente opresivo y demoledor, obra del escenógrafo Francisco Leal y del pintor Enrique Martí que han participado en numerosos espectáculos operísticos y teatrales bajo la dirección de Jose Carlos Plaza (Divinas Palabras, 1997; Las Golondrinas, 1999; El Amor Brujo, 2002, etc). Partiendo de una realidad sencilla en la que aparecen elementos simples como una mesa, una silla, un jergón, se crea un espacio terrible, expresionista, una historia inmensa de desamparo. «La miseria, la incultura, la violencia contra la mujer, constante, aceptada…Es un periódico abierto de la realidad»—comenta Jose Carlos Plaza, Director escénico de la obra, durante la rueda de prensa celebrada el pasado día 2 de febrero en el teatro de la Zarzuela. A su vez para Marti la rotundidad y dramatismo de esta puesta en valor sobria y terrible, ha jugado con realidad y simulación a través del color, las formas y los objetos, creando engaños visuales en un diálogo silencioso, sutil pero rotundo. El rojo de la sangre, de lo violento; el amarillo de la bilis, del odio y la ira, al tiempo que el peso de las sombras, de las manchas crean imágenes deformadas, grotescas, residuos de vidas, de siluetas, como si el sufrimiento de los personajes dejase huella en los espacios.
Las penumbras se destejen en esta ratonera en la que malviven los personajes, atrapados en la miseria. De sus entresijos arrasados emergen los excluidos, el pulso de la vida de ese otro Madrid de suburbio en el que no hay héroes, solo vencidos y mañas con las que engañar a la suerte. Taberna, cárcel, buhardilla; espacios para el desamor y la muerte, para la venganza, los celos, el despecho. Renglones que se tuercen inevitablemente hacia la tragedia.
Las escenas nacen lentamente entre harapos y penumbras, la miseria es su olor. Sus contornos, esa alquimia inquieta que renace, impulsiva, abraza el hambre y lo desgarra con los dientes; es la guerra a cada instante.
La clave son los gestos, el matiz que crea mundos, universos. Nada se deja al albur, así trabaja José Carlos Plaza, premio Nacional de teatro por tres veces (1967, 1970 y 1987) e incansable observador de esa realidad acotada y tremenda, drama lírico popular en tres actos. Los diálogos, los gestos, forman parte de ese mundo que se da a luz a sí mismo en el que Plaza cincela y recorta, acentúa y modela, en los silencios, en la intención, en la mirada, la cadencia y el ritmo de los gestos, creando una atmósfera que habla a borbotones, como la sangre, de su verdad más escondida. Una visión inspirada en la sobriedad y la agudeza de Woyzeck de Georg Büchner. «En cuanto leí y escuché Juan José dije la famosa frase, «Mataré a quién dirija esta función si no soy yo». Me enamoré del texto, de la música, me llegó al corazón, al alma, al estómago, a todo mi organismo y durante tres años he estado dándole vueltas. La música en concreto arranca unos temas profundamente populares de la vena española. Pasodobles, habaneras, mazurcas, que están rotos de alguna manera y que Sorozábal distorsiona»—explica Plaza y añade—« Los cantantes han hecho un esfuerzo muy grande, parece una obra de teatro. Ellos han entendido que están haciendo antihéroes. Sacan lo peor de sí mismos obligados por las circunstancias.» En un clima tan tremendo la salida, para Plaza está en contar esta historia de dolor y miseria de forma artística. «En el arte está la salvación. Crear de la miseria un poema es la esperanza del ser humano, pues la cultura es alimento del espíritu»—argumenta el director.
LA ATMÓSFERA MUSICAL, ABRIGO ESCÉNICO
La música descansa en un expresivo lenguaje sonoro moderno. Su Director Musical, Miguel Ángel Gómez Martínez titular de numerosas orquestas internacionales como la Ópera de Viena o RTVE, medalla de oro en Granada en 1984 por sus méritos artísticos entre otras muchas distinciones, conoció personalmente a Sorozábal en 1974 y la fuerza de este drama lírico: «La música es verista y se corresponde con las situaciones escénicas que hay en la obra. Son armonías avanzadas que no se habían oído antes en los trabajos del maestro Sorozábal»—comenta Gómez.
Las voces de los cantantes, Angel Ódena, Carmen Solis, Milagros Martín, Silvia Vázquez, Rubén Amoretti, Antonio Gandía, entre otros perfilan las vidas de Juan José, Rosa, Isidra, Toñuela, Andrés, Paco y entretejen sus destinos entorno a un pesimismo vital, agonizante sobre un escenario vencido y descarnado. La belleza de estas voces choca con la realidad opresiva de sus perfiles, entre escombros, y los atuendos marginales que Pedro Moreno, escenógrafo y diseñador del vestuario, Premio Nacional de Teatro en 2015, ha realizado para la obra.
Los bailarines, como acompañantes de la acción de los personajes acompasan su proceso escénico con el de los cantantes, en este engranaje teatral, musical, operístico cargado de plasticidad de la mano de la coreógrafa, bailarina Denise Perdikidis, en un movimiento que dibuja caminos y expresividad en el espacio, como ella misma define el movimiento escénico. Un ritual imprescindible para que el conjunto de la obra exhale verdad y coherencia. «Mi trabajo ha sido crear una atmósfera, un clima a través de ocho bailarines actores. Ocho personajes que reflejan el mundo en el que viven los protagonistas. Escuchando los matices musicales hemos ido elaborando todo el movimiento. Lo importante era estar presentes incluso en la quietud»—explica Perdikidis y añade—.«La dificultad ha estado en bailar sin bailar. He jugado mucho con los físicos y edades para crear una personalidad para cada uno de los bailarines. Es todo una suerte de pequeños movimientos a partir de la distorsión, en el que forzamos el eje natural del cuerpo creando diagonales, movimientos rotos, que como una neblina van cubriendo el escenario, cambiando de estructura sin molestar»
Y en este puzle de artes y miradas las escenas son estampas de esa vida de rutinas y pobreza, en la que los desheredados también tienen su musa, como Juan José, un humilde albañil madrileño que malvive en los barrios bajos de Madrid y cuyo única razón de vivir es Rosa. Por ella perderá el rumbo, se hará ladrón para así colmarla de caprichos, y la mala fortuna, que raras veces hace excepciones entre los marginados, hará de él cebo del desamor y los celos. Privado de libertad escapará de la cárcel para matar al amante de Rosa, y su existencia estará aún más condenada.
Un argumento dramático que lleva a sus espaldas la carga de un mundo marginal, el de los desamparados y cuyo final fue diferente al escrito por Dicenta, en aras de conseguir un mayor realismo. «Sorozábal cambia el final de Juan José de forma económica, limpia, directa, brillante.»—comenta Plaza. Una vuelta de tuerca en el argumento teatral de esta obra que para el director escénico carga de compasión a estos personajes que viven una realidad de la que no tienen salida.
ANTIHÉROES EN LA TORMENTA
La atmósfera de injusticia social, miseria y analfabetismo gestan personajes abatidos de los que emerge una aspereza corrosiva, feroz. El desamparo, el miedo que vive en ellos, como el frío inhumano de las noches de invierno es tormenta implacable que empapa carne y destino. ¿Hacia dónde mirar para encontrar salidas, puentes, entrelineas, renglones sin torcedura? Hacia el amor, malentendido, mutilado, que trata de buscar en los resortes de la desgracia el triunfo de los vencidos.
La violencia de género, vigente hoy, culmina esta ópera en la ceguera de Juan José hacia su amada Rosa y la desesperación de esta, que se vende por un futuro mejor. Y como parte de este triángulo amoroso, Paco, que se deja alentar por los consejos de Isidra, rostro del engaño, alcahueta de ocasión. Otros personajes componen señuelos y empaques a la pesadumbre; como Toñuela, mujer sin voz, diezmada por su propia debilidad, subyugada por Andrés y tantos otros desafortunados que comparten desgracia y escenario.
«Es una obra única. Musical y dramáticamente muy dura pues te hace cambiar de manera de pensar, mostrarle al público diferentes modos de sentir y vivir. La partitura es muy difícil, tiene muchos cambios de pensamientos, sensaciones»—comenta Ángel Ódena, protagonista del drama. Una opinión que comparte su compañera, Carmen Solis en el papel de Rosa, que debuta en la Zarzuela con esta obra.
LA REVOLUCIÓN A ESCENA
Juan José de Joaquín Dicenta fue muy bien acogido por el público y se representó un sinfín de veces durante la República, a una de las cuales asistió como espectador, con apenas 13 años, Pablo Sorozábal, que más tarde se propondría hacer de Juan José un drama social sin folklorismo con dimensiones de ópera. Para la adaptación del texto contó con la ayuda de una hija de Dicenta, Aurora en especial en los diálogos, que para el maestro eran su mayor complicación.
Después de finalizada su adaptación en 1968, Juan José no tuvo los ecos soñados por su creador. Sus intentos por estrenarla en los años 80 en el teatro de la Zarzuela se vieron frustrados por desencuentros. Su propia historia personal, su carácter liberal, le aislaron tras la Guerra Civil española. En 2009, Juan José, en una versión concierto se puso en valor en el Auditorio Nacional de Música de San Sebastián con la Orquesta de Sinfónica de Musikene, bajo la dirección de José Luis Estellés y de Ignacio García. Un estreno póstumo de la obra que fue la obsesión de Sorozábal hasta su muerte.
El realismo social de Juan José, que ya se expuso en su obra precedente Adiós a la Bohemia, Ópera Chica inspirada en un libreto de Pío Baroja, contó con una libertad creativa completa en la realización de la música y el libreto, con un lenguaje moderno, y una instrumentación potente. Un atrezo musical que junto al resto de los detalles escénicos constituyen, incluso hoy, un escaparate de denuncia social, una revolución a través de un lenguaje propio que crea víctimas de su propia ignorancia.
EL TEATRO LÍRICO Y SUS CURVAS
Los orígenes de la Zarzuela, género lírico y dramático español se inició con las obras de Pedro Calderón de la Barca (1600 -1681), «El golfo de las sirenas» y «El Laurel de Apolo», en la segunda mitad del siglo XVII. Su estructura escénica incluía fragmentos cantados junto a la representación teatral habitual, y temática pastoril o mitológica del gusto de aquel período. Aunque en un primer momento la zarzuela estuvo ligada a las fiestas reales, el siglo XVIII imprimió cambios en su carácter al contar con espectadores de la burguesía, con lo que sus creadores comenzaron a incluir elementos cotidianos, populares en sus textos. Encontramos ejemplos en «Acis y Galatea» de Antonio Rodríguez de Hita y Ramón de la Cruz o las «Labradoras de Murcia» que supusieron para el género toda una revolución en aquellos días.
Atentos siempre al desarrollo de sus competidores italianos con su «dramma in música» y las tendencias de la opereta francesa, la zarzuela en España se mantuvo unida al paladeo popular de seguidillas, fandangos o boleros y no fue hasta 1840 que adquirió dimensiones dramáticas, con la aportación de Manuel García, Pedro Pérez Albéniz, Baltasar Saldoni entre otros, abrazando las curvas de una nueva visión de la composición castellana en dos actos, que incluían canción y diálogo. Este periodo coincidió además con la creación de un recinto para la lírica española, el Teatro de la Zarzuela, que vio pasar numerosos estrenos como El Barberillo de Lavapiés de Asenjo Barbieri, Gigantes y Cabezudos de Fernández Caballero, El rey que rabió de Chapí y tantos otros títulos. Más tarde, en los inicios del siglo XX se restaura la zarzuela grande, que convive con otros géneros de revista y varietés. Es precisamente tras de este periodo vital en el que Pablo Sorozábal concluye su drama lírico Juan José en una nueva vuelta de tuerca que trata de renovar el género.
La vida compositiva de Sorozábal pasó por diferentes etapas, fruto de su búsqueda de nuevos caminos creativos. En 1931 compuso la opereta «Katiuska» y más tarde, en un intento por superar los convencionalismos, «Adiós la Bohemia» (1933) que imprimiría en Juan José (1969) todos sus recursos e inquietudes en pro de la renovación del género. Otros maestros de renombre como Isaac Manuel Francisco Albéniz y Pascual o Federico Moreno Torroba se habían planteado adaptar Juan José a la ópera, pero fue Sorozábal quien la culminó, aunque se lamentase de la dificultad de verla estrenada. Otras creaciones destacadas de este compositor donostiarra fueron «La tabernera del puerto» (1936), «La del manojo de rosas y «Black el Payaso» ambas compuestas en 1942, «Don Manolito» (1943), etc. También la supervisión de obras de otros compositores como «Pan y Toros» de Barbieri o «Pepita Jiménez» del maestro Albéniz. Realizó labores sinfónicas y de cámara en obras como «Capricho Español», «Suite Vasca», entre otras, y participó en la banda sonora de la película «Marcelino pan y vino» de Ladislao Vajda (1954). El mismo año de su muerte terminó la obra «Variaciones para quinteto de viento». Con Juan José, su obra cumbre, hecha para el pueblo y por el pueblo, el propio Sorozábal comentó: «Efectivamente soy un músico del pueblo y he compuesto con sentido humano. Mi música y mi teatro lírico van dirigidos a las gentes del pueblo.»
Cristina Mª Menéndez Maldonado
Foto: Gerson A. de Sousa Oliveira