Falstaff/Shakespeare/CDN
¿Qué Falstaff?
Shakespeare, Lima, Casablanc, Brecht
Título: Falstaff (sobre textos de William Shakespeare) – Traducción: Marc Rosich – Adaptación: Marc Rosich y Andrés Lima – Intérpretes: Chema Adeva (Mortimer/Pato), Raul Arévalo (Príncipe Enrique), Jesús Barranco (Rey Enrique IV), Sonsoles Benedicto (Simple/Northumberland), Alfonso Blanco (Loco), Pedro Casablanc (Falstaff), Alfonso Lara (Worcester/Poins), Andrés Lima (El Rumor), Carmen Machi (Arzobispo/Doña Rauda), Rebeca Montero (Dora Rompesábanas/Lady Mortimer), María Morales (Westmoreland/Lady Percy), Rulo Pardo (Glendower/Pistola), Ángel Ruiz (Príncipe Juan Lancaster/Bartolo), Alejandro Saá (Espuela ardiente/Justicia) – Escenografía y vestuario: Beatriz San Juan – Iluminación y proyecciones: Valentín Álvarez – Música: Nick Powell – Dirección: Andrés Lima – Producción: Centro Dramático Nacional / Teatro Valle-Inclán (del 18 de marzo al 1 de mayo)
No siento un gran aprecio por el personaje de Falstaff. Puede que todo venga de su ligazón, en mis tiempos casi exclusiva, con Las alegres casadas de Windsor, pieza de entretenimiento palaciego que la traducción al pie de la letra de Astrana Marín en Aguilar hacía prácticamente incomprensible y en donde su figura, despojada así de la palabra, que es su medio de vida principal, quedaba reducida a la de un rufián viejo, «gentleman» en las últimas y hazmerreír continuo de sus aburguesados convecinos. Y aunque sea bien cierto que, en Campanadas a medianoche, el genio de Orson Welles le devolvió de nuevo a su profunda esencia shakespeariana, el sesgo picaresco del personaje y el ambiente tabernario de la acción han seguido dominando el imaginario del público actual, aun más acentuados, si cabe, por la visión festiva y popular que, a pesar de su fondo melancólico, terminaron por dar a la ópera homónima Verdi y Arrigo Boito. Es de agradecer por tanto que, con la ayuda del CDN, Andrés Lima nos haya traído por fin al Valle-Inclán al Falstaff genuino, es decir, a ese polifacético sir John – buscavidas, mangante, fanfarrón, soldado de fortuna, sócrates revivido, siempre un poco achispado y un muy mucho lascivo – que, dejando tras él el nutrido inventario subalterno de «clowns» y de bufones del gran autor inglés, alcanza condición de protagonista en la Primera y la Segunda parte del rey Enrique IV, dos de las tragedias más lúcidas y reveladoras de entre las que componen su «ciclo de reyes».
Y es que el Enrique IV se desarrolla a dos niveles, comunicados entre sí. Uno de ellos es el ámbito de la realeza, con sus palacios, sus castillos y sus campos de batalla. Por él transitan reyes, príncipes y nobles fingiendo, conspirando y traicionando, cuando no haciendo Historia, esto es, arrastrando a su pueblo a sangrientas e inútiles carnicerías. Es el marco ordinario de estas obras del ciclo, cuyo objeto primordial, como se sabe, es realzar la bonanza, el progreso y la prosperidad del reino de Isabel cuando se le compara con las calamidades que le precedieron. Y el segundo nivel, sin duda innovador en el teatro de su época, es toda esa caterva de borrachos, vagos y maleantes, sicarios y busconas que, al solícito amparo de la posadera Doña Rauda, sienta sus reales en La Cabeza del Jabalí. En realidad, dos mundos paralelos en cuanto las fechorías que el príncipe de Gales, los condes de Northumberland o Westmoreland, el Arzobispo de York o Lady Mortimer perpetran a lo grande en sus mansiones, las repiten a pequeña escala en la taberna Pistola, Pato, Simple, Doña Rauda o Dora Rompesábanas. Palacio tiene un emisario, Enrique, el príncipe de Gales, y La Cabeza del Jabalí un receptor, sir John Falstaff. Y a través de su íntima y vidriosa relación se establece una estrecha comunicación entre dos universos que son uno, tan lóbrego, inquietante y lleno de miasmas como lo es, en suma, la condición humana. Un hallazgo de Shakespeare, éste de contraponer ambas esferas, la de la nobleza y la canalla, para llegar a la inevitable conclusión de que se trata de la misma cosa.
Este propósito del autor, que es esencial para entender la obra, queda espléndidamente reflejado en el trabajo de dirección de Andrés Lima. Sobre el espacio abierto por Beatriz San Juan se van entremezclando fluidamente las escenas de corte con las de la taberna. De este modo, conjuras, alevosías, enfrentamientos, celebraciones y amoríos se suceden indistintamente en el mismo escenario, con sólo cambiar algunos elementos del atrezo. Es más, los personajes de uno y otro lado del espectro social están doblados por los mismos actores. Así, Sonsoles Benedicto hace de Simple y de Northumberland, Carmen Machi de doña Rauda y Arzobispo, o Rebeca Montero de Lady Mortimer y Dora Rompesábanas. Y hay que decir que tanto los citados como la demás tropa – Chema Adeva, Alfonso Blanco, Alfonso Lara, María Morales, Rulo Pardo, Ángel Ruiz y Alejandro Saá – desempeñan su doble papel, con las dificultades mentales y logísticas que ello conlleva, a la perfección. Lo que también da cuenta de la magnitud y precisión del trabajo de puesta en escena que ha tenido que llevar a cabo la dirección. Una labor de filtiré que se concreta a veces en momentos particularmente brillantes y esclarecedores, como el de ese combate singular que enfrenta a Espuela ardiente con el príncipe de Gales en la batalla de Shrewsbury y en donde el duelo a espada, iniciado con todo el ritual caballeresco de un torneo, termina prácticamente a botellazos, como si el campo de honor se hubiera trasladado a la taberna. O el de la pugna casi física por la corona que mantienen a solas un Enrique IV moribundo y un Enrique V por venir, escena ésta que basta por sí sola para corroborar la supremacía del autor de Stratford-on-Avon en el teatro occidental y que bordan un Raúl Arévalo muy convincente en su papel de príncipe de Gales granuja y achulado y un Jesús Barranco sencillamente magistral en su encarnación de un rey Enrique angustiado y convulso.
En toda empresa humana hay cosas que chirrían. Y una de las que lo hacen en el aspecto formal en este Falstaff, es la excesiva duración de la función. Tal vez más de tres horas, en los tiempos que corren y comparadas con lo que se suele prolongar un trabajo de Krystian Lupa o Krzysztof Warlikowski, no son más que un suspiro, pero es que la parte que sigue al intermedio suena repetitiva. No podía ser de otra manera, en cuanto la primera y la segunda parte del original shakespeariano siguen el mismo molde: conspiración, confrontación y aniquilación de los vencidos (y es que no sólo Lope tenía que atender a toda prisa la voracidad de los escenarios de la época). Repetición de situaciones de la que se deriva cierto desequilibrio del espectáculo que el propio Lima, en su papel de presentador, intenta compensar sin mucho éxito. Mejor sería, en mi modesta opinión, suprimir toda la anécdota guerrera de la segunda parte para concentrarse en su final, con la muerte del rey, la ascensión al trono del príncipe de Gales y su repudio y destierro de Falstaff como momentos claves para cerrar la representación como un todo compacto y homogéneo evitando, de paso, el intermedio. Bastaría con que el director abandonara por un momento su papel de El Rumor y viese como ha quedado la función desde la platea para que la situación se subsanase de inmediato sin tener que acudir a ningún dramaturgo, dramaturgista, o como se diga.
Pero no es esta cuestión estructural, al cabo reparable, la que hace que la función no salga del todo redonda sino otra causa más profunda y compleja que nos lleva de nuevo a la pregunta que se planteaba al principio: ¿qué Falstaff? Y es que en esta representación, el espectador se confronta con tres interpretaciones del personaje que no acaban de conjuntarse en una sola. Está, por una parte, el sir John Falstaff del Enrique IV de Shakespeare, un «dramatis personae» de la obra que, como tal, tiene que responder necesariamente a su funcionalidad dentro de la misma, esto es, a su debido encaje en la trama y a su compatibilidad con el resto de caracteres que aparecen en ella. A este nivel, Falstaff es un elemento más de los que componen el drama. Claro que pronto adquiere una relevancia excepcional en la propia mente del autor, pero siempre referido a su rol específico en la función. En este sentido, Falstaff nos aparece como un «jester», un bufón cínico y desalmado que, perfectamente congruente con el ambiente general de la tragedia, no duda en dar sablazos, atracar a unos honrados comerciantes, mentir a sus amigos, rematar un cadáver, sacarse unos dineros a cargo de los que quieren evitar la conscripción o reclutar a unos pobres diablos para mandarlos a la tumba a poco que se inicie la contienda. Y en La Cabeza del Jabalí no reina el alborozo que podría esperarse en un lugar de sano esparcimiento, sino que doña Rauda persigue a sir John por deudas ante la Justicia y las relaciones de éste con Dora Rompesábanas no son las de un idilio sino las de una prostituta con su cliente. En definitiva, el sir John Falstaff de Shakespeare es un personaje que hay que ver sin salirse del marco de lo que fue el teatro isabelino, eso sí, esculpido, pulido e iluminado por la genialidad del artista.
Está luego ese Falstaff que ha perdido el título de «sir» pero que se ha convertido en retrato-robot universal, el Falstaff trascendido y trascendente que, como un personaje de Pirandello, ha escapado a su obra y ha pasado a engrosar esa nómina de grandes personajes arquetípicos que guarda en sus registros al Avaro de Molière, el don Juan de Tirso o el Fausto de Goethe. Así, Falstaff sería la representación del hedonismo, de quién, caiga quien caiga, gusta de darse buena vida aunque, las más de las veces, caiga él. Liberado ya del escenario y dotado de naturaleza humana, le cuadran el diminutivo y el pecado venial: pícaro, ladronzuelo, borrachín, marrullero, travieso, socarrón… Pero, en el fondo, se nos hace simpático y es buena persona. Y como intenta sobrevivir en tiempos muy difíciles, como los nuestros, es digno de lástima y compasión. Ése es el Falstaff que nos describe Lima en el programa de mano y el que, a mi parecer, quiere promover potenciando el ambiente jovial de La Cabeza del Jabalí y las relaciones afectivas que ligan a sus contertulios, transmitiéndonos una euforia y unas ganas de vivir que contrastan con el ambiente funerario de la corte. De ahí vienen también, seguramente, esa muerte y resurrección finales del personaje que, al modo de una liturgia cristiana, liberan definitivamente su Espíritu de ese montón de grasa que es su cuerpo, consagrándolo así como representación paradigmática de «ese bueno de Falstaff» que ha terminado por imponerse «urbi et orbi». Shakespeare concluye su obra mucho más por derecho: el nuevo rey reniega de su antigua amistad, si es que la hubo, y, mirando por su manutención, para mí que lo manda a galeras.
Y por último está la realidad real, esto es, el Falstaff que ve el espectador sobre la escena, o sea, el actor Pedro Casablanc interpretando a Falstaff. Se trata de un actor excepcional (como lo demostró una vez más, el año pasado en el Español, haciendo de gobernador civil en El arte de la comedia) y se espera, por tanto, que su Falstaff sea memorable. Va vestido muy coqueto de chaqueta y pantalón, pero algunos detalles nos recuerdan a un «clown»: la peluca pajiza, el relleno que simula su gordura, el traje blanco, un lazo rojo al cuello y una nariz postiza que es casi de payaso. Por ahora, su aspecto queda abierto a todas las interpretaciones. Pero en cuanto empieza la función nos damos cuenta de que su juego, aun manteniendo el tono extravertido que requiere la acción, está siempre medido, pensado, calibrado (¿me atrevería yo a decir que ligeramente «distanciado»?). Su Falstaff está más cerca del realismo del sir John de Shakespeare que del idealismo utópico que publicita el programa de mano. Y esa discrepancia entre las visiones de actor y director (que, al menos yo, creo discernir) va creando una tensión en la representación y un desasosiego en el espectador que estalla de una vez por todas en la escena previa a la batalla, cuando Falstaff profiere el siguiente discurso: «¿Qué necesidad tengo de meterme donde no me llaman? (…) El honor me aguijonea hacia delante. Sí, pero ¿qué, si el honor me aguijonea hacia atrás cuando avance? ¿Es que el honor puede reponer una pierna? No. ¿O un brazo? No. El honor ¿no tiene, pues, ninguna habilidad en cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué es esa palabra de honor? Aire. ¡Un adorno costoso! ¿Quién lo posee? El que murió el miércoles. ¿Lo siente? No. ¿Lo oye? No. ¿Es, pues, una cosa insensible? Sí, para los muertos».
Y entonces me doy cuenta de que el Falstaff de Casablanc nos está hablando ahora como lo haría Galileo en la obra de Brecht. Puede que todo sea ilusión mía pero, en cualquier caso, en esa confrontación entre las tres interpretaciones del personaje acabo de encontrar «mi» Falstaff, que bien podría ser el de Shakespeare, puesto al día por el autor y director alemán. Y salgo del teatro agradeciendo a todos – Shakespeare, Lima, Casablanc (¡y Brecht!) – el que me hayan dado esa oportunidad.
David Ladra