Festival de Mérida: Una ‘Medea’ con mucha paja
“Medea” es la tragedia donde las grandes actrices han querido demostrar siempre la calidad de su oficio en el Teatro Romano. Y en esta edición, evidenciamos en el tinglado de la nueva farsa como ha funcionado cierta picaresca mediática predisponiendo sobre la fresca presencia de Blanca Portillo una desmesurada publicidad, alentada y manipulada por organizadores, artistas y prensa del Festival -presentando a la conocida actriz como incuestionable “Medea del siglo XXI”-, tratando de atraer y confundir al público en una especie de competitividad teatral de “divas”.
Tengo que aclarar que todas las “Medeas” anteriores fueron interpretadas a viva voz, considerando la excelente acústica del teatro y respetando la tradición heredada de la Xirgu. La última, sobre una interesante versión de Fermín Cabal en el 98 (pues la de la Espert en el 2001 era una reposición) fue interpretada por la pacense María L. Borruel, exhibiendo una sublime Medea, declamada -sin micrófonos y con música en directo- con esa técnica depurada que nace del corazón. Por lo que la actuación de la Portillo -con micros- menos pura que la ofrecida por otras actrices igualmente luminosas no creo que, de momento, sea histórica ni pase a ocupar un puesto privilegiado en el Olimpo de las “divas” del Festival.
La versión, de D. Lukic y L. Pandur, que logra mantener la problemática Medea-amor-odio-venganza llevando las abstractas pasiones a la imagen del mundo de hoy, no es de las mejores que ilustran la original tragedia clásica en el pensamiento contemporáneo, por su confuso juego de situaciones de mera apariencia de profundidad -encajadas con calzador- entre lo clásico y lo moderno y por la poca originalidad de su lenguaje, un tanto tópico en los diálogos.
Sólo es apreciable la síntesis de los hechos trágicos mas relevantes, eliminando personajes prescindibles y creando otros para nuevas situaciones, como el centauro Quirón -que enriquece el mito-, aunque la evocación del itinerario de Medea como la desterrada nieta del Sol, con su doloroso pasado de 3.000 años, no se digiere.
En el espectáculo, Tomaz Pandur exhibe un atractivo abanico de recursos espectaculares y dinámicos que arropan muy bien el enrevesado texto, aunque todos floten en el aire -incluida la plástica más creativa- como una abstracción abstrusa de simbología presuntuosa y de esteticismo multicolor inútil, que en la mayoría de sus fluctuaciones no rompen su condición de caldo de cabeza (escenas como la huída de Medea y Egeo en un coche con roulotte son un anacronismo más de las muchas versiones “vanguardistas” en el Romano que resultan ya clisés).
Y es que Pandur maneja perfectamente los cánones dramáticos hueros abiertos a esas múltiples interpretaciones que idiotizan a quienes no saben distinguir la oscura frontera entre el arte y la gilipollez.
Pero merecen elogio el trabajo que ensambla los diferentes aspectos técnicos: ambientación de luces, sonido cinematográfico y música telúrica de las mujeres de la Cólquide con el énfasis del impacto visual (que ya experimentó en el Anfiteatro la “Medea” de R. Iniesta). Sin embargo, el llamativo escenario cubierto de paja y, también, la orchestra por un laberinto de pacas -para insulsas escenas modernas de querellas matrimoniales- es sugerente de cierto onanismo teatral.
La interpretación sólo aporta aislados momentos de brillo en los coros. La Portillo elabora con esmero la filigrana de los motivos de una Medea fría y calculadora, pero le falta ese fuego arrebatado que explota en los momentos álgidos de la tragedia. En la canción final, una cursilería, si la oye Medea-Caballé se muere de risa.
Quien destaca es Asier Etxeandía (como Quirón), por su magnífica caracterización física, gestual y vocal. De su pedagogía en la obra me quedo con la conclusión final (“Las mentiras nos mantienen seducidos durante siglos”), porque la mentira se funde con la verdad: este espectáculo es una gran mentira.