Reportajes y crónicas

Festival de Otoño de Madrid 2009

Veronese y Hermanis: primacía del actor

 

El pasado 6 de Noviembre se celebraba en las Naves del Español del Matadero de Madrid un sencillo acto conmemorativo de los cincuenta años de la llegada de Jerzy Grotowski al “teatro de las 13 filas” de Opole. Allí estuvo presente Ludwik Flaszen, la persona que le confió la dirección de dicho teatro y le acompañó luego, como director artístico del Teatro Laboratorio de Wroclaw, hasta el final de su “etapa de producción” en 1970. Y a la hora de resumir lo que fue en su tiempo aquella experiencia, el crítico polaco no dejó de recordarnos que, para el creador del “teatro pobre”, el arte teatral tan sólo se sostiene sobre dos patas: el actor y su relación con el público. De ahí, el permanente esfuerzo de Grotowski por adiestrar a sus intérpretes, tanto en el dominio de sus aptitudes físicas como en el desarrollo de sus facultades sensoriales y psíquicas, hasta crear un “método” propio que, con el de Stanislavsky o el de Meyerhold, ha venido ejerciendo una gran influencia en los programas educativos consagrados a la formación del actor.

Viene este exordio a cuento del nivel actoral más bien mediocre que es hoy habitual en nuestro teatro y cuyas causas habría que buscar no sólo en la falta de idoneidad de ciertos intérpretes o en lo inadecuado de su formación sino, ante todo, en la ausencia de una metodología bien definida para afrontar el trabajo en común. Desaparecidas las antiguas compañías de tipo familiar de las que, ejercitados desde niños en la práctica escénica, salieron los Bódalo, los Fernán Gómez o las Gutiérrez Caba, los aspirantes a actor de nuestros días se forman en escuelas, oficiales o no, que les preparan para ejercer una profesión. Completan un curriculum académico, aprenden a respirar y decir su parte sin ahogarse, un poco de expresión corporal y a mantener el tipo sobre el escenario. No es poco si está bien enseñado y mejor aprendido. Pero la distancia que separa al buen profesional del artista sólo se cubre trabajando en un grupo estable que tenga ideas propias sobre lo que es el teatro. Y dada la actual anarquía de nuestra producción teatral, ¿cómo llevar a cabo un aprendizaje ordenado si pasas de hacer Müller a una serie televisiva, los compañeros cambian todos los días, o ese creador de quien todo depende tan sólo se interesa por las marcas o termina tratándote como a una marioneta, un elemento más de la tramoya?

Los trabajos que la compañía de Daniel Veronese nos acaba de mostrar en la Cuarta Pared ilustran por sí solos y con la mayor contundencia lo que se elucubraba más arriba. El grupo trabaja como si de un solo cuerpo se tratara, un organismo único que respira, se mueve y manifiesta conjuntando la voz, el físico y el hálito vital de unos actores que comparten propósitos e ideas. Tras cualquiera de sus dos espectáculos, que parecen pasar como un suspiro, hay muchas horas de entrenamiento y de debate que terminan por consolidarse en una manera de hacer, un estilo propio que, una vez ensayado en sus versiones de Las tres hermanas y Tío Vania de Chejov, se reafirma en éstas de la Casa de muñecas y la Hedda Gabler ibsenianas que el director, un tanto enigmático esta vez, titula respectivamente El desarrollo de la civilización venidera y Todos los grandes gobiernos han evitado el teatro íntimo.

Enfrentado a la recuperación de un clásico, esto es, a hacernos ver que sus personajes y conflictos aún son plausibles en nuestra sociedad, Veronese ha tirado por la calle de en medio. Ni ha recurrido a una puesta en escena tradicional, trufándola de guiños y llamadas al público para que se dé cuenta de la inevitable diacronía, ni la ha “puesto al día” por las buenas, en la falaz presunción de que basta con actualizar vestuario y decorados para que la obra se nos haga contemporánea (de hecho, tan poco le importan al director los decorados que se apaña con los de otra función). Lo que pretende Veronese es que sean Nora Helmer y Hedda Gabler quienes parezcan nuestras contemporáneas y es en la consecución de este objetivo donde va a concentrar todas sus fuerzas. Y como ser es mejor que parecer, va a hacer que sus actores persigan tal grado de verdad en la encarnación de sus personajes que nos los hagan próximos y nos solidaricemos con su drama. De ahí esa vertiente stanislavskiana que todos lucen como base de su trabajo y que, en primera instancia, hace que María Figueras “sea” Nora y Carlos Portaluppi “sea” Helmer. Pero tanta proximidad requiere un límite, sin el que la función terminaría por convertirse en un verdadero culebrón que, anulando la visión de conjunto, nos iría posicionando en contra o a favor de cualquier personaje. Hay pues que establecer esa distancia de la que nos hablaba Bertolt Brecht, en dosis suficiente para que el respetable no se entregue del todo y pierda la conciencia de estar en el teatro. Stanislavsky y Brecht, ése es el equilibrio que deben mantener los actores de Veronese a lo largo de toda la obra, siempre caminando por el filo de la navaja. Ahí se encuentra el secreto de la magistral interpretación de Portaluppi, siempre tan próximo y sin embargo tan distante. Y esto es, precisamente, lo que no se aprende en las escuelas.

 

El resultado de Casa de muñecas es definitivo. Poco importa que el doctor Rank sea ahora una doctora insoportable (¿necesidades del reparto?) o que Nora ya no baile la tarantela, todo el drama de Ibsen está ahí, aunque ya no envuelto en los recatos y sutilezas decimonónicas sino al desnudo y rascando el hueso. Es más, ya no hay portazo ni un futuro posible para Nora (ni siquiera el nada esplendoroso que imaginara para ella Elfriede Jelinek) sino que la salida que le dio el autor noruego por entonces, y que ha constituido durante más de un siglo la única puerta de escape disponible para tantas mujeres maltratadas, queda bloqueada ahora. Y es que al quedarse Helmer con las llaves tras un primer episodio de violencia doméstica, se nos anuncia ya un trágico final que,  de haber vivido en nuestros días, el propio Ibsen no hubiera dudado en adoptar.

 

Hedda Gabler se representa con las mismas premisas actorales pero su resultado, a pesar del soberbio trabajo de Silvina Sabater, no es tan espectacular como el de la obra anterior. Puede que sea debido a que, así como el problema de Nora no haya hecho más que agravarse en nuestros días, el de Hedda esté excesivamente ligado al tiempo del autor. El nuestro es un tiempo de violencia y no de la ironía con que retrata Ibsen a su personaje, una mujer fatal que viene de un romanticismo ya por entonces más que periclitado y cuyos planes le salen al revés: su antiguo amante no se mata por ella, sino que encuentra la muerte en un prostíbulo, y su actual marido se va con la pareja del amante para acabar juntos la obra maestra que éste ha escrito. Tras dos guerras mundiales, el tiro que se da Hedda quedó silenciado hace ya tiempo, mientras que el portazo de Nora sigue resonando en nuestras conciencias.

 

Igual devoción por el arte del actor muestra Alvis Hermanis en su puesta en escena de Sonja, un cuento de Tatiana Tolstaya que el Nuevo Teatro de Riga presentó durante el Festival en el Teatro de la Abadía. La historia en sí no es original, en cuanto repite la burla que unos amigos hacen de una mujer ya entrada en años y no muy agraciada enviándole cartas de un tan oculto como pretendido enamorado, pero está contada con una gran delicadeza y en unos momentos tan dramáticos como fueron los del asedio nazi a Leningrado. Ante este paradigma de la sensibilidad eslava, el director letón reacciona tomando dos caminos en apariencia opuestos. Por un lado, un decorado hiperrealista que reconstruye, casi obsesivamente, un apartamento de la época. Y por otro, un juego actoral nada naturalista sino abstraído y un tanto visionario, casi iluminado, que sumerge la historia en una atmósfera prácticamente onírica. Si Hermanis sale indemne de esta aparente paradoja, es gracias a sus dos espléndidos actores, Gundars Abolins y Jevgenijs Isajeys, que dominan la técnica del mimo y el género burlesco, y le dan la vuelta al espectáculo hasta convertirlo en una obra maestra. En especial Abolins quien, en su papel de Sonja, va mudando imperceptiblemente su aspecto de hombre septentrional del tipo armario en el de una adorable señorita. Un ejercicio de transformismo por mor de todo el arte que el actor lleva encima que, hoy por hoy, está al alcance de muy pocos.

David Ladra


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