Zona de mutación

Fiebre megalomaníaca

Se suele llamar la atención sobre aquellas personas creyentes en la re-encarnación, quienes suponen por alguna razón que sus cuerpos son el soporte físico actual del alma de alguna celebridad del pasado: Napoleón, el Che Guevara, Marilyn Monroe, etc. La actividad teatral se nutre de una fantasía megalomaníaca parecida. Los proyectos de los realizadores dan curso a que en ellos encarnen las voces de Shakespeare, Sófocles, Beckett, y tantos más que concitan tan sintomáticos envanecimientos. Ese cuadro puede ser propicio para asentar alguna lectura psicoanalítica, digna causa para quien realiza tales menesteres, que no son el propósito aquí. Lo cierto es que tales fantasías expresan una no menos fantasiosa voluntad de despegue o pertenencia. A las dos semanas de ingresar a los estudios teatrales, un alumno ya puede vérselas con los asedios anímicos de Otelo. Así, Shakespeare no sólo es ‘nuestro contemporáneo’, sino un hermano, peor, un par. Esto demuestra que no cuesta mucho ser del palo de la farándula histórica. Hacer teatro incluye esas proximidades fideísticas, esas introducciones al alma de los íconos referenciales. Hasta las graciosas inversiones del tipo «si al final Shakespeare hacía lo mismo que yo hago ahora», aunque la modestia indicara que la fórmula fuera mejor: «yo hago lo que Shakespeare hacía». Pero las buenas intenciones relevan de esas menudencias éticas. La distancia de los muertos, paradójicamente, autoriza las apropiaciones sacrílegas de los epígonos vivos. La ablución con el alma de los sagrados precursores ayuda a ver el fin y no el medio, lo que lleva, en el mejor de los casos, hacia él, cosa que no preocupa mayormente a nadie pues se supone que el tiempo y eventualmente la Historia, pone a cada quien en su lugar.

El complejo de inferioridad tiene sus coartadas en la muerte, por lo que no es extraño que el teatro sea un obituario solapado en la famosidad. Uno de los primeros servicios al postulante teatrofílico es la terapia identitaria dirigidas especialmente a los que en el fondo llegan con la sensación de no ser nadie. El teatro no expresa, solamente, subsana, sana. En los escenarios se curan los anonimatos malignos. Son las ventajas de vivir en el teatro-mundo; las ventajas de esta especie de universalidad en el tiempo y el espacio. Además por qué patologizar el igualar hacia arriba, mucho menos asociarla a alguna alienación. Se trata que tal identidad haga que esa ‘per-sona’ haga resonar en su cuerpo las mejores voces de la historia y no ser carne de anonimato, de olvido. «Lo pequeño es hermoso» salvo en los casos en que lo diminuto alude a un tamaño que debe hipertrofiarse. Para el caso, cualquier anabólico de ocasión puede ser apropiado para inflar la masa muscular de base. Cualquier sustancia que ayude a asimilarlo a la familia ilustre, que colabore a catalizar los jugos de la vanagloria, afianzará la indispensable zelig-manía de sentirse en vena, de sentirse parte. Ya como re-escritor, versionador, como intermediario o portavoz. El prisma tiene infinitas caras y la cara iluminada no es sino una más de las tantas que quedan por cubrir a través de esta inefable apropiación de hecho, de auto-arrogado beneficio sucesorio, de un teatro que se hace en la más sacrosanta enajenación.


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