Fiesta
La historia del teatro, en sus orígenes, está ligada al concepto de «fiesta». En las sociedades primitivas agrícolas las manifestaciones teatrales, que implicaban a toda la comunidad, estaban asociadas a la recurrencia de los ciclos estacionales. A través del ritual propiciatorio, aquellas manifestaciones (para)teatrales buscaban celebrar y favorecer la renovación del ciclo de cuya regularidad dependía (y depende aún hoy, pese a la emancipación industrial y científica de nuestras sociedades capitalistas y primermundistas) la supervivencia de la comunidad.
Actualmente, en nuestra sociedad, consumimos productos fuera de temporada, conservados en cámaras frigoríficas o mediante substancias químicas conservantes, gracias a técnicas de invernadero, o a medios de transporte que nos los traen de otras latitudes del planeta.
Tenemos la impresión que nuestro día a día nunca se ve afectado ni alterado por los ciclos estacionales ni tampoco por las circunstancias climatológicas, a menos que estas se manifiesten en su furor apocalíptico en forma de terremotos, diluvios, etc.
Incluso pretendemos liberarnos de nuestros propios ciclos vitales, vinculados a la edad, librándonos de la vejez y de la infancia y privilegiando la «eterna juventud», gracias a la industria de la cosmética y de la cirugía estética.
Pero, pese a todo, hay un factor que podríamos llamar psicológico, incluso antropológico y mítico, que nos adhiere indefectiblemente a los rituales de paso, a las celebraciones de los ciclos vitales que encuentran un cierto equivalente en los ciclos estacionales de la naturaleza. Y es ahí donde vuelven a actualizarse las ceremonias parateatrales, asimiladas por las religiones o los nuevos estilos de vida: bodas (enlaces que celebran el compromiso del amor), bautizos (que festejan el nacimiento y le dan la bienvenida al bebé, para presentarlo a la sociedad más allegada), comuniones (que celebran el paso de la infancia, adolescencia y juventud), sepelios (que veneran el paso a una vida ultraterrena y despiden y homenajean a ese ser querido que desaparece de su forma humana para volverse espíritu, recuerdo, polvo o cualquier otra substancia física o metafísica).
No es difícil observar como esas fiestas ceremoniales implican roles de oficiantes, coro, acción/reacción, sujeto/objeto y objetivo, actos de habla, movimientos y gestualidad de carácter mágico. Y tampoco es difícil observar como se cristianizaron rituales anteriores, o son asumidos desde una nueva «performance» espectacularizadora según estilos «pop», «hippie», etc. o con recreaciones fantasiosas.
Tampoco resulta baladí concluir que la mayoría de las religiones, y la Católica en particular, siguiendo las preceptivas de Platón, acabaron por condenar y reducir la parte más dionisíaca de esas fiestas para conminarlas y reducirlas a la liturgia de la palabra.
La negación del cuerpo y de su movimiento expresivo y liberador de energías, en las manifestaciones parateatrales más transgresoras del decoro, fue sometido a la jerarquía logocentrista. Era necesario instaurar un orden en los impulsos orgiásticos y dionisíacos con los que se exconjuraban los temores, fundamentalmente a la muerte. Había que institucionalizar el miedo insiriéndolo en historias alegóricas y en parábolas. Se trataba, también, de domesticar los instintos, los deseos y las emociones.
Es necesario, claro está, con aquellos instintos, deseos y emociones que alientan la destrucción y el odio. Pero esa doma se extendió, según las conveniencias de los poderosos, con el fin de establecer una suerte de régimen feudal o de mantener la pirámide social, con una mayoría al servicio de unas minorías privilegiadas. Hoy en día son esos héroes del mercado que integran la lista Forbes y que tanto admiramos y envidiamos.
Pero el teatro sigue siendo un ritual social importante en el que un coro diverso (espectadoras y espectadores) y unas/os oficiantes se reúnen en un espacio común para compartir una experiencia excepcional y extracotidiana.
La expresión corporal y verbal, las emociones y los pensamientos, junto a toda una serie de dispositivos escénicos (iluminación, escenografía, indumentaria, música y sonido, etc.) configuran un ritual mágico que, cuando es eficaz, produce cambios en las/os asistentes participantes.
«Boa noite. O meu nome é Adriano e vou morrer aquí.» (Buenas noches. Mi nombre es Adriano y voy a morir aquí). Señala un rectángulo negro del suelo, como la losa de una tumba. «Pero iso será de aquí a pouco.» (Pero eso será dentro de poco). El actor, Pedro Gil, en «MULTIPLEX» de RUI HORTA (Pequeno Auditório do Centro Cultural Vilaflor de Guimarães, 14/12/13) enuncia a su personaje, Adriano. Inicia un ritual en el que, sin dejar de ser el actor Pedro Gil, sirve de canal y portavoz al Adriano revisitado de Yourcenar.
«Eu fun Hamlet. De pé fronte ao mar falaba coa rompente BLABLA, ás miñas costas as ruínas de Europa» (…) «Son Ofelia. A que non mirou polo río. A muller aforcada. A muller coas veas cortadas. A muller coa sobredose SOBRE OS BEIZOS NEVE. A muller coa cabeza no forno. Onte deixei de matarme.» Les hace decir HEINER MÜLLER a sus actores en «MÁQUINA HAMLET». En gallego, porque Müller (Editorial Galaxia. Vigo, 2013) también habla gallego 😉
«EU SON EDIPO. / Non sabía que o fora / ate que non matei a meu pai / e deiteime con miña nai. Un home / marcado pra sempre por un sino fadal». Nos escribe Álvaro Cunqueiro en «HERBA AQUÍ E ACOLÁ».
Un aliento rapsódico, a decir de Jean-Pierre Sarrazac, anega el drama tornándolo hacia el ritual lírico en el que lo intrasubjetivo viene a substituir a lo intersubjetivo de la relación protagonista/antagonista, sujeto/objeto.
En la medida en la que «MULTIPLEX» de RUI HORTA quiere ser una reflexión sobre la complejidad, se asienta en esa liturgia rapsódica.
El actor realiza una performance en la que el movimiento físico actúa en disyunción con la enunciación verbal.
El actor nos narra el personaje. Adriano recuerda, recapitula, reflexiona. Las victorias, las derrotas, políticas y amorosas, son palabra. Un paisaje verbal.
Sobre el linóleo negro del suelo un cuadrilátero de polvo blanco sirve para trazar trayectos, para proyectar fragmentos caligráficos del texto, para abrir caminos y dibujar sueños.
El texto se emite sin pomposidad, desde una dicción verosímil, aparentemente cotidiana. Pero es actuado a coro y en canon, en dos idiomas, Pedro Gil en portugués, Silvia Bertoncelli en italiano.
Este recurso del texto coral a dos voces, en canon y en dos idiomas, en divergencia con las acciones físicas, nos restituye el ámbito del ritual.
El escenario, con esa amplia superficie cuadrada de polvo blanco sobre linóleo negro, junto a una iluminación muy localizada y cambiante, al espacio sonoro conceptual, y a algunos objetos como el halcón disecado, nos sitúan ante una «performance» en la que, como en una danza ritual, se resume la vida del mítico emperador Adriano.
Un ritual que arranca cuando el actor señala la tumba en la que rematará. El polvo blanco del suelo, sobre el que irá delineando algunos hechos, acabará cubriendo de mármol la piel del actor. Al final verterá un cubo de agua sobre el rectángulo sepulcral marcado en el suelo y allí yacerá en posición fetal.
El teatro es capaz de hacer de la muerte una fiesta, porque no solo le da voz, sino cuerpo.
El 25 de diciembre, según algunos eruditos, era la festividad romana dedicada al nacimiento del «dios sol invencible», que conmemoraba el solsticio de invierno. Sobre esta fecha la Iglesia Católica inventó la Navidad, situando ahí el nacimiento de Cristo. Y sobre la Navidad la religión consumista erigió una de sus fiestas principales.
Pero solo el teatro ha sabido restituir en carne el mito y devolverle la danza al ritual.