Mirada de Zebra

Figuras de Transición

El filósofo Terry Warner denomina «Figura de transición» a esa persona que es capaz de detener los modelos de comportamiento que vienen de generaciones previas, para después cambiarlos y transferir nuevos y más saludables modelos de comportamiento a futuras generaciones. Warner enfoca su definición en el ámbito familiar, al entender que cuando en una familia existen hábitos que erosionan gravemente las relaciones entre los miembros, resulta necesaria una persona que sea capaz de contener esa inercia y transmitir a sus hijos otras maneras menos nocivas de relacionarse. La Figura de Transición es pues una vuelta de hoja en el tiempo, alguien capaz de cerrar un capítulo del pasado, para abrir un nuevo capítulo que no esté en deuda con viejas tradiciones.

Aunque Warner vincule la idea al entorno familiar, uno reconoce Figuras de Transición en otros ámbitos. Según Stephen Covey, un buen ejemplo de Figura de Transición es Anuar el-Sadat, presidente egipcio que dio el primer paso en la resolución del conflicto territorial entre árabes e israelíes y que desembocó en los acuerdos de Camp David. El-Sadat tuvo la capacidad de detener una larga historia de enfrentamientos aparentemente irresolubles, para ofrecer un nuevo escenario de entendimiento para ambos bandos.

Todos los grandes cambios sociales y políticos se deben a este tipo de Figuras de Transición que son capaces de detener el tiempo, y proyectar en la práctica un nuevo y mejor futuro.

Si volvemos la mirada a las Artes Escénicas enseguida detecta uno que los grandes maestros y maestras fueron Figuras de Transición. La lista es la que cito con frecuencia: Stanislavski, Meyerhold, Littlewood, Grotowski, Barba, Bogart y afines. Les llamaríamos Figuras de Transición no sólo porque nos descubren una estética y una técnica esencialmente nueva, sino, sobre todo, porque yendo a contracorriente del status teatral de la época, son capaces de plantear y transmitir una serie de valores éticos y humanistas que aún hoy siguen vigentes.

Con este bagaje y ante esta realidad que nos mira con sospecha, uno quisiera ser Figura de Transición. Uno quisiera detener la rueda de una infraestructura cultural que se pliega a los intereses de mercado, que se dice de entretenimiento pero que en el fondo no es sino una mal entendida distracción, uno quisiera ser catalizador en el replanteamiento del valor de la cultura y el arte en la sociedad, que no deberían entenderse como una industria, como una fábrica de productos, sino como un valor y un derecho esencial, inviolable, donde conviven belleza y reflexión y afloran aquellas capas humanas que en la cotidianidad están veladas. Uno quisiera ser estímulo para que el tejido cultural no defienda sólo a una pequeña élite que es capaz de alcanzar una profesionalización digna, sino también a aquellas propuestas que hoy viven en el desamparo y que son tan interesantes que su valor no se puede traducir sólo en números. Uno quisiera, en definitiva, promover un teatro esencial, de búsqueda, donde prevalezca la comunión entre actores y espectadores, el arte como puente social, y que eso además sea una digna opción de vida. Uno quisiera ser una Figura de Transición y alcanzar todo esto pero, ¿cómo hacerlo?

En su autobiografía, El-Sadat afirma que ese impulso interior que finalmente desembocó en el nuevo rumbo de las relaciones entre Egipto e Israel, emergió cuando estuvo preso en la cárcel. Dice: «Fue entonces cuando […] encontré […] en la celda 54 de la Prisión Central de El Cairo, una fuerza, llámesele talento o capacidad, para el cambio. Encontré que afrontaba una situación altamente compleja, y no podía esperar a cambiarla hasta que me hubiera armado de la necesaria capacidad psicológica e intelectual. Mi contemplación de la vida y la naturaleza humana en ese lugar de encierro me había enseñado que quien no puede cambiar la trama misma de sus pensamientos nunca podrá cambiar la realidad».

No se puede esperar por tanto a tener las circunstancias más favorables, a tener la preparación adecuada, a diseñar una calculada estrategia, lo fundamental es cambiar la raíz de los pensamientos, hallar la determinación en la esencia de lo que uno siente y piensa.

Hay un cuento sufí que puede arrojar cierta luz en este sentido. Es la historia de un pueblo al que se le daban muy bien los números, pero que carecía de pozo de agua. Para conseguir agua cada día, alguien del pueblo debía ir a un río que estaba a una hora de camino y cargar un burro con agua. Cuando a un aldeano del pueblo se le preguntaba si no sería mejor que construyeran un canal para traer el agua del río directamente al pueblo, éste respondía con precisas explicaciones plagadas de cálculos numéricos: «Si pusiera a mi burro y a mi chico a construir un canal, tardarían 500 años si trabajasen dos horas al día. Aún me quedan otros 30 años más por vivir, así que resulta mejor enviarles por el agua», decía el aldeano. ¿Y si el canal lo construyeran todos los vecinos? «Hay 100 familias en el pueblo. Si cada familia enviase cada día un burro y un chico, trabajando dos horas el canal estaría hecho en cinco años. Y si trabajasen diez horas al día, estaría acabado en un año». ¿Entonces por qué no lo hacen todos juntos? «Para hablar de cosas importantes con un vecino, tengo que invitarle a mi casa, ofrecerle té y comida y hablar de su familia. Eso lleva un día entero. No puedo estar 99 días seguidos reuniéndome con los vecinos, pues mi granja se iría al traste. Tendría que reunirme con un vecino una vez a la semana. Ello significa que me llevaría dos años reunirme con todos los vecinos. Y como les conozco, estoy seguro de que todos se querrían involucrar con la condición de que todos participasen. Lo que me llevaría otros dos años adicionales de reuniones». Bueno, pero en tal caso, en 4 años podrían empezar a construir el canal, y al año siguiente el canal estaría construido. ¿Cuál es el problema entonces? «Como a todos los habitantes del pueblo se les dan bien los números, intentaríamos escabullirnos del trabajo. Y como cada uno sabemos que los demás no cumplirán su parte, ninguno mandaría a su burro o a su chico a trabajar. Así que la construcción del canal difícilmente podrá comenzar».

La paradoja de la historia está en que el pueblo contiguo a este pueblo con habitantes que tanto sabían de números, sí tenía un pozo. Y cuando al aldeano se le preguntaba por esta cuestión, respondía: «Es que los del pueblo de al lado no saben nada de números».

Intentaremos pues aplicarnos el cuento para que las ecuaciones no suplanten la determinación, ni las explicaciones la acción.


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