Fracasar mejor
No somos médicos, pero nos diagnosticamos con un test. Pagamos impuestos para sostener una salud pública de calidad, pero el test de diagnóstico lo pagamos de nuestro bolsillo. No somos rastreadores, pero llamamos a nuestros contactos estrechos si nos hemos contagiado. No somos guardias de seguridad, pero verificamos la entrada a un establecimiento con pasaporte Covid. No somos epidemiólogos, pero decidimos voluntariamente confinarnos para prevenir más contagios. No somos policías, pero vigilamos que el vecino o la vecina cumpla con las normas impuestas por otros, por muy arbitrarias que éstas sean.
La estrategia de responsabilizar a los individuos con tareas que son de orden público parece algo puntual, achacable a esta época de pandemia, pero es algo que lleva sucediendo silenciosamente desde hace tiempo en este viejo continente. Augusto Boal ya lo advirtió en los años 80 cuando al intentar poner en marcha su Teatro del Oprimido en Europa, se dio cuenta de que tenía que cambiar la perspectiva. Si bien en Suramérica era evidente que su teatro permitía luchar contra las opresiones que ejercían los poderosos contra las clases desfavorecidas, en Europa el carácter social y de clase de dichas opresiones se diluía. Sin dictaduras manejando los designios de los países europeos, a diferencia de lo que sucedía en países como Argentina, Chile, Bolivia, Paraguay o Brasil, Boal se dio cuenta de que en Europa las opresiones más evidentes eran consecuencia de las dificultades en las relaciones interpersonales y de las barreras de tipo psicológico que coartaban la libertad individual. En Europa las personas parecían haber absorbido dentro de sí el carácter opresor que antes se instalaba en la escala social y, como decía Boal, aquí “la poli estaba en la cabeza” de los individuos más que en las calles.
Vivimos tiempos en los que el carácter colectivo, público o de Estado queda absorbido por la eminencia del individuo. Abrir internet nos ofrece una medida de ello: ahí tenemos a disposición infinidad de youtubers, coaches o tutoriales para no solo tener “la poli en la cabeza”, sino para tener nuestro propio médico, dietista, preparador físico, psicólogo o emprendedor de negocios en la cabeza. En esta exaltación de lo individual, toda la estructura social parece caber en el individuo, que hasta es capaz de desdoblarse y ser su propio jefe y empleado al mismo tiempo. El filósofo Byung-Chul Han lo enmarca irónicamente diciendo que “ahora uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando”. En el fondo, muchas apariencias de libertad individual enmascaran diferentes formas de autosometimiento. Nuevamente internet y en particular las redes sociales propician un marco para ello: allí el rédito social tiene el precio no solo de nuestros datos personales, sino, por extensión, de nuestra intimidad. Llegaremos más lejos cuanto más sometamos a las miradas ajenas nuestro territorio personal: se premia el comentario sobre nuestro día a día por encima de un artículo filosófico o científico, se premia una imagen personal por encima de cualquier imagen artística, se premia la fotografía preparada o retocada de nuestro cuerpo, de belleza superficial, por encima de aquellas que muestran nuestra belleza (o fealdad) natural. Salvo excepciones, las redes sociales no son espacios para dialogar con la realidad, sino más bien para proyectarnos hacia ella como un anuncio de autopublicidad, donde nuestro nombre se convierte en nuestra marca y nuestra vida en producto.
En estos tiempos donde el individuo emerge como unidad básica de la vida, hay, sin embargo, algo que permanece fuera del individuo: la idea del fracaso y del éxito. Es la excepción que confirma la regla: cuando toda la existencia parece caber dentro de un solo individuo, quien define el éxito o el fracaso es casi siempre alguien ajeno al propio individuo. Uno difícilmente puede delimitar los parámetros de lo que considera éxito o fracaso, invariablemente son otros quienes lo hacen. En Artes Escénicas, por ejemplo, asumimos que el éxito o el fracaso vendrá determinado por el número de funciones, por la opinión de la crítica, por la recepción del público o por el trato que nos den los programadores. No nos otorgamos margen para que seamos nosotros mismos quienes lo hagamos siguiendo nuestros propios criterios artísticos, económicos o productivos.
Un ejemplo más florido de cómo se expropia a los individuos de la idea del fracaso y del éxito son los programas de talentos que tanto abundan en televisión y que, lamentablemente, están en el punto de mira tras la muerte de Verónica Forqué. Bajo una apariencia moderna y con el entretenimiento como excusa que todo lo justifica, son programas que replican subrepticiamente la antigua estructura feudal de vasallaje, donde el pueblo vasallo está representado por los concursantes que regalan sus ofrendas (su talento musical, culinario o de cualquier otro tipo) a un jurado que, bien apoltronado en sillones como los señores feudales, decidirá qué les gusta y qué no les gusta. No hay diálogo en la valoración del jurado: tan solo dejan caer una guillotina sin apenas argumentos que decidirá qué es éxito y qué es fracaso, anulando con ese corte cualquier escala de grises entre ambos extremos. El veredicto es asumido por los concursantes entre la reverencia y la humillación con mirada servil y expresiones como “sí, chef”, “muchas gracias, maestro” o “lo que usted diga, profesora”. Manifiestan obediencia ante la jerarquía, como si la sumisión fuese condición ineludible para optar al éxito que otorgarán aquellos ante quienes se someten. Los programas de talento reproducen en el ámbito televisivo una forma de entender el éxito y el fracaso que contamina todas las capas de nuestra vida: nuestro triunfo o derrota es algo que dictaminan árbitros foráneos.
En busca de historias que muestren alternativas frente a esta dicotomía entre el fracaso y el éxito veía hace unas semanas la serie documental “Perdedores” de Netflix. Me sedujo el título pensando que tras él encontraría personas que asumían el fracaso como parte sustancial de la vida, sin dramatismos, sin maquillajes, con naturalidad, en su simple crudeza. El título, sin embargo, era un trampantojo. Todas las historias de los supuestos perdedores eran, en realidad, historias de quienes finalmente habían salido victoriosos. El campeón del mundo de boxeo que abandona el ring tras ser noqueado brutalmente rehace su vida para convertirse en actor de cine y televisión. El corredor que está a punto de morir en un maratón en el desierto salva milagrosamente su vida y dedica el resto de sus días a seguir corriendo en múltiples carreras. La corredora de trineos de perros que casi muere tras recibir el ataque de un perturbado en plena carrera, supera el trauma y continúa participando año tras año en una de las carreras de trineos más prestigiosas del mundo. El enfoque de la serie ejemplifica una tendencia generalizada: el fracaso solo se puede nombrar si remonta hacia el éxito. Aceptamos el fracaso siempre que éste sea la toma de impulso de un triunfo. Es decir, solo asumimos el fracaso que fracasa en fracasar.
Siempre me ha irritado que los grandes maestros y maestras de las artes escénicas no hablen de sus fracasos en sus libros. En este oficio periférico, socialmente tan denostado, donde las dificultades, las crisis y los fracasos forman parte habitual de nuestro panorama, incluso también para aquellos artistas que están en la cúspide, los grandes maestros y maestras apenas dicen nada de sus torpezas, de sus errores, de sus incapacidades. Stanislavski, Grotowski, Littlewood o Brecht no se libran de este impulso tan actual y humano de recordar blanqueando la memoria, limpiándola de imperfecciones, como si estuvieran más preocupados por escribir su leyenda que su historia. En su defecto (o en su falta de defectos, mejor dicho), nos ofrecen una visión demasiado perfecta, etérea e idílica y, por lo tanto, distanciada de la realidad del oficio, pues el fracaso en su mismidad, aquel que se muestra tal y como es, árido e infértil, aquel que en su pureza no esconde promesas de éxito, es territorio habitual de la creación artística.
Nos queda pendiente quebrar la tendencia que hace tabú de algo que nos es consustancial, nos queda pendiente naturalizar el fracaso, sacarlo de debajo de nuestra alfombra moral, de su incómodo silencio, y airearlo con la misma despreocupación con la que un niño pierde jugando al escondite, sabiendo que ello no le quitará el placer de volver a jugar al día siguiente. Nos queda pendiente que en algún momento podamos decir sin miedo y sin presumirnos valientes: “mira, esto no ha salido como esperaba, de hecho, ha salido mal”. Y que ello no suponga ningún peaje a pagar en el futuro, ni alimente habladurías de nuestras voces interiores ni de las ajenas. Y nos queda pendiente también, en la otra cara de la misma moneda, poder definir libremente lo que es para uno el éxito, sin estar condicionados por las opiniones de otros ni por esquemas de valoración que heredamos, donde lo artístico se contamina con parámetros económicos y el valor intangible del acto creador se desvirtúa contando número de funciones, butacas vendidas, minutos de aplausos, likes virtuales o reconocimientos institucionales.
Quizá uno de los ejemplos más bellos en el replanteamiento de la idea del éxito y del fracaso nos lo ofreció Beckett en el estreno de “Esperando a Godot” cuando, tras escuchar la reacción entusiasta del público, exclamó: “Debe haber un error… ¡No es posible que aplaudan!”. El bueno de Beckett no entendía el fervor ante una obra que no mostraba ningún atisbo de vitalidad, sino más bien lo opuesto: sobre el escenario el elocuente sinsentido de la existencia de unos personajes arrojados a la vida contra su voluntad.
El mismo Beckett en su texto “Rumbo a peor” nos dejaba estas frases: “Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. Leyendo al irlandés hoy me parece que una buena manera de fracasar mejor es hacerlo siguiendo criterios propios sin que medien juicios ni inercias externas. Es decir, concedernos la posibilidad de fracasar en íntima libertad. Quizá fracasar así es un éxito en sí mismo.