Zona de mutación

Fraseo y aposiopiesis

Qué problema resultan ser los puntos suspensivos para los actores. Ese dejar despellejado un querer decir, inconcluso, que sin embargo partió como voluntad de comunicación. Hay actores que no saben ‘no decir’. El arte de saber callar interrumpiendo la frase, pero en lo que no se dice, dejar asentado el destino de completamiento de lo que está inconcluso. El tono activo en que queda suspendido ‘El Discóbolo’ sugiere que el instante previo ayuda a una más plena consumación de la intención. ¿Por qué? Porque en ella es el deseo el que lo hace. Qué hermoso arte es éste de algunos actores con las palabras, con las que expresan ese querer decir que por momentos no se dice. Hay actores que por no saber interpretar los puntos suspensivos (o los silencios, las pausas, los cortes, los retardos, que de esto se trata) completan con palabras propias, no autorales, semi-farfulladas, que el autor (por algo) dejó de escribir. Error. Error. Error. La palabra cubre el miedo de la no-palabra. Entonces le piden al compañero una solución superficial: que los corte y si no lo hacen, aquel extenderá la emisión con frases hipotéticas, ‘llena-huecos’ del momento que ni siquiera valen como improvisadas o inventadas. No, porque lo que se suele implementar, antes que heurístico, abductivo, espontáneo, es más bien carne de la más recalcitrante convención, en tanto planeadas y ejercitadas por las dudas. Pero hay un arsenal de artilugios ante la desconfianza a los reflejos del interlocutor dramático que se ‘duerme’. Está claro que en la escritura contemporánea los signos de puntuación y otros, pueden no usarse, de hecho, numerosos autores así lo establecen. En este caso el actor es contra-didascálico en el sentido supra-autoral en que es él quien didascaliza de hecho. Digo que en todo ‘fraseo’ actoral, éste ‘puntúa’ por su cuenta y valoriza personalmente las claves técnicas que rigen su emisión oral, en términos de sonoridad, respiración, ritmo, timbre, volumen, velocidad, tempo, articulación, reflejos, gesto. De toda esta lista, es la respiración el factor principal de puntuación y acentuación escénica y que reclama una indispensable partiturización. No lo son menos las claves sonoras que crean el ritmo. Acentuar o puntuar por ritmo, donde ‘no decir’ equivale a ser interrumpido por el compañero o sobre-encimado por su emisión. Buenos Aires crea un vocablo que con el tiempo pasa a ser un verdadero arte, una capacidad de vomitar palabras que no dicen nada pero que fingen decir mucho: la sanata. Lo que origina al sanatero, así como hay copleros o payadores. Otra palabra muy ríoplatense es chamullo o chamuyo, cuyo uso puede reconocerse a través de numerosos tangos, con el que se suele sobresaturar la frase con la promesa de un sentido imposible de cumplir. Se trata de un engaño con el que se gana tiempo hasta encontrar la oportunidad de un sentido. Entonces, chamullar es dejar a la palabra expuesta a su desnudez. Chamullar se vale del mentir o de sobresaturar de promesa futura algo que releva ser cumplido en el presente. ¿Por qué a la gente suelen gustarle los personajes chamulleros? Porque les ve arte como trasfondo a sus simulacros. El balbuceo que no agota un sentido o lo sugiere, suele ser una forma discursiva de algunos directores, que en tanto poetas, tratan de decir algo que aún no cazan del todo, lo que da pie a que ciertos actores, por presunta ‘objetividad’ demanden como ‘directiva’ clara, relevándose de interpretar tan rico tartamudeo o directamente condenándolo como inseguridad de quien debe decirle qué hacer. Acá, sería oportuno mencionar una figura retórica, propia tanto de autores como de la comunicación que arremete con lo innombrable, lo imposible, lo indecible, etc. La aposiopiesis, que vendría a ser el arte de decir sin decir. Insinuar, sugerir, seducir, hacer probar la puntita, lo que para el caso, traspone el asunto a un plano de sugerencias más eróticas (es lógico) que retóricas. A lo dicho, un juego de deseo. La psicología del decir, incluye sus incipits reveladores, holosónicos (en los que la música total de un texto está ya contenida en la parte de su emisión inicial). Los incipits sexuales son el pánico del eyaculador precoz, cosa que suele ocurrir también en la actuación cuando se va a lo seguro por las dudas, por lo que este actor optará por no quedarse mucho en las ‘zonas previas’ propias del juego erógeno y desestructurador, desalentando con ello que la consumación plena de toda la fantasía libidinal estalle en la convexidad de los úteros germinadores, para agotar apenas en la concavidad superficial todas las formas del deseo más voraz. Una manera no sólo incompleta sino temerosa de mantener la convención, el statu quo actoral. Si esto indica que los temas retóricos del arte pueden resolverse con técnicas eróticas, en este sentido entiendo que el arte del director ha de reivindicarse como escandaloso, en tanto cada obra puede pasar por ser una auto-construcción libidinal. ¿Se trata de que el innoble imperialismo caníbal de la castración cultural brega por una ley que regule el eros escénico ya? Esto sí que es el final de la actuación que inunda el paisaje cultural con su despliegue teologal de fatalidad e inmutabilidad.


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