Fuegos fatuos
Jean Paulhan sostenía que el pensamiento inexpresable es más válido que la palabra. Esta provocación trae aparejada la reclamación de una postura frente a la linealidad propia de las estructuras que se insertan o representan al todo. Los trasfondos de la palabra que pretenden representar al pensamiento se relativizan y extravían a sus referentes ciertos. Configurar un orden en medio del caos, es aleatorio. Los factores decisores de tal formalización pueden ser uno o miles, inclusive involuntarios. El experimentalismo, más que la asunción de una dirección política, es la estrategia que se pinta como la adecuada para vérselas con el estado de cosas dado. Las soluciones múltiples y diversas ponen en cuestión viejos moldes y paradigmas de un escenario binario. Pero el chapotear en el desorden, en un caos sin asidero, franquea los cerrojos a la arbitrariedad como sistema. Si cualquier cosa vale ser considerada, toma cuerpo la anotación de Wladimir Weidlé referida al Finnegan Wake de Joyce: «Esta suma desmesurada de las contorsiones verbales más atrayentes, esta arte poética en diez mil lecciones no es una creación del arte: es la autopsia de su cadáver». Es que si todo es novedad, nada lo es. Así, cómo diferenciar que la pretensión de ‘novedades’ no sea sino un jugar en el osario. Cómo separar que el no nombrar dará pábulo para múltiples nombradías, nada más que a partir de suponer que el no prodigarse como significado será la oportunidad de un potlatch comunicativo donde los espectadores repletarán de signos los vacíos, y serán enlace insospechado a rasgos que hasta ahí, se desconocen entre sí. Lo que suele confundirse es que la pulsión significante se resuelve cual mancha de color en la pared, inmediata, sin control. Pero penetrar hasta la genuinidad del impulso, hasta la trama que los pensamientos no controlan, es suponer que estos sólo se avendrían a poner las cosas en un plano ‘déjá vú’. El crear la condición para el brote epifánico, el adviento capaz de fascinar la percepción y los sentidos de los públicos, de manera de activar una fábula en segunda instancia, configurada por la interpretación de los mirones, que se computa como más sincera, realmente imprevista, y por ello más franca que las remanidas historias (conscientes-inconscientes) del artista que se muerde la cola a sí mismo, como un truco de permanencia, conservador, sostenida como una militancia sentimental y afectivoide.
Esas condiciones nos serían otras que una capacidad de negociar una relación sincera con el instante, habida cuenta que la vieja cultura viene demasiado contaminada de vicios. Pero cualquier técnica pulsional devendrá novedad sólo por ello, porque de qué sirve dicha erupción espontánea si se origina en una fuente de emisión vencida. Al menos dejar planteada la pregunta sobre si un simple cambio técnico es suficiente para hacerle creer a todos, que eso en sí mismo ya es lo novedoso. Si el arte del teatro tuvo épocas en que se tiñó de tecnocracias psicologísticas, también puede hacerlo de otras espontaneísticas que pretenden valer sólo por ello, sin apego a ningún umbral de eficacia. Sólo en un mundo angélico puede esperarse ‘el sin por qué’. Más que la inocencia pareciera que las cosas pasan por un piadoso dejarse engañar, un enajenarse al fuego fatuo que refulge en la osamenta cultural, que sin embargo se reivindica como signo vital.