Zona de mutación

Gestión anti modelo

Toda gestión sobre la actividad artística no tarda en desatar contradicciones, desavenencias con el propio sector que se trata de administrar o meramente ordenar. No pocas veces el propio artista se encarga de deconstruir irónica o críticamente el propio sistema que los supuestos mandatos sacrosantos del mercado o de la planificación estatal optimizan. Gran paradoja, el mismo artista gambetea los principios de gestión, desarticulando los ‘know how’ trasmisibles, toda vez que somete la previsibilidad matemátíca a una singularidad intratable para el vademécum económico. La aplicación mecanicista al campo de las artes de principios de gestión neoliberal, que santifican de manera cansadora las reglas del mercado, prescinden de la comprensión de aquel lugar donde germinan las ideas o los proyectos de lo no conocido. En un estado que carece de la voluntad pública para dotar de un presupuesto significativo a la cultura, no extraña que en las mieles de la tercerización puedan encontrarse los cantos de sirena para una canalización de los pretendidos objetivos de un estado que se borra de sus responsabilidades (Ver la sección ‘El lado oscuro’ de la última Artez en papel, artículo de Jaume Colomer). Según esta visión, la depresupuestización se cura con privatización. La transferencia a manos privadas, a veces dificultada por vérselas con incómodas plantas permanentes a los que los privados reciénvenidos quieren borrar de un plumazo, no pasa de ser una articulación de lo dado. Es que los supuestos inversores operan con su capital directamente sobre el negocio, lo que se entiende como una explotación de aptitudes específicas sobre las que hasta ese momento, no han aportado una sola moneda.

La gestión de la creación deviene en un contrasentido sin anclaje a un territorio instituido. La gestión de la creación expresa un mundo contrafáctico que entronca con el propósito político de un país. Para decirlo de una forma objetiva: concebir antropológicamente a una población de ciudadanos susceptibles de asociar su sueño de vivir felices con el proyecto ineludible de vivir bajo el designio de lo creativo, puede ser una corporización práctica de este plan. Disparar consignas economicistas (por lo general adscriptas a una concepción neoliberal) sin tomar responsabilidad en el aspecto de crear la necesidad de un producto en un marco de libertad, implica un camino tortuoso y largo para los administradores posibles de la economía creativa.

El territorio autogestionario, muchas veces (o casi todas) compensa de manera autónoma lo que el estado no hace. Pero a diferencia de lo que el estado hace con los privados, con quienes lava su decisión de ‘no hacerlo’, el sector independiente compensa en espejo lo que ese mismo estado debería hacer pero no hace.

En este caso, una fórmula como ‘voluntad política’ expresarían las ganas de ese estado por tal o cual perfil cultural. En el marco democrático, el sector independiente constituye el soporte de un proyecto artístico dentro de la sociedad que resiste por no deponer la libre expresión de los artistas, aún denostado por quienes le reprochan que su búsqueda del estado desnaturaliza su no contaminación con designios espúrios, termina brindando la legitimación de un deseo expresado en acto, como es la de ese andarivel por nadie reclamado por donde transitan los verdaderos creadores de la sociedad. El estado se interesa por él cuando encapsula lo que amenaza desatarse en críticas en su contra. La economía privada lo hace cuando reconduce una masa de capacidad creadora a fines dignos de devenir industria.

En términos incondicionales, el teatro artístico es una actividad inútil, por nadie reclamada como no sean los mismos artistas. Es que a nadie le hace falta, a priori, lo que ella expresa. Por ello es tan difícil digerir a los Veronese o Daultes, consagrarse en el circuito del gran teatro de consumo, aunque obviamente no con los trabajos o proyectos que sustancian la identidad por la que se hicieron conocidos en el nunca demasiado amplio mundillo del teatro artístico. Es que ostentar un cartel de legítimo creador, sirve a su vez para legitimar el acceso a la realización del teatro mundano. ¿Es esto mojigatería? ¿No es sino una típica movida de mercado, que revela que el arte como fin en sí mismo dura hasta que se postulan otro sospechosamente parecido a los que su teatro ‘original’ se oponía?

La gestión teatro-cultural, se propone como un ariete que derrota el principio de la creación a ultranza, o dicho más humildemente, el de la creación libre. El éxito dentro de este sistema es ver triunfar a los teatros que se propusieron programar sin condicionamientos a aquellas obras que expresan la libertad creativa de sus realizadores. Para ello tiene una responsabilidad cual es la de ayudar a producir aquello que como dijimos, a priori, la gente no necesita porque no le llega, por ende, porque lo ignora.

El artista que encubre al enemigo mortal, no vale como tal.


Mostrar más

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Botón volver arriba