Una de las grandes aportaciones del régimen democrático parido por la transición política de finales de los años setenta fue el establecimiento de un marco legislativo que acabase con el centralismo cultural heredado del franquismo, en el que la práctica totalidad de la actividad cultural y artística se concentraba en Madrid y Barcelona.
A partir de los años ochenta, y al calor de la nueva ordenación política del país en comunidades autónomas, se crean espacios culturales que facilitan al ciudadano de «provincias» el acceso a la cultura. Se abren bibliotecas, museos, se rehabilitan teatros y, en consecuencia, se democratiza la cultura.
Con respecto a las artes escénicas (que es lo que a mi más me toca) la rehabilitación de teatros (la mayoría de ellos privados adquiridos por la administración pública) o la creación de nuevos espacios facilitó la apertura de redes y circuitos que, por un lado, alimentaron el sueño de aquellos barbilampiños e ilusionados primeros egresados de las recién creadas escuelas de interpretación de provincias y, por otro lado, permitieron que millones de ciudadanos, que pagan los mismos impuestos que los residentes en la Villa y Corte, pudiesen hacer realidad su derecho a la cultura.
Porque de eso se trataba, ese era el sentido de aquella enorme inversión en rehabilitaciones que tanto ayudó al desarrollo del sector del ladrillo: que esos millones de ciudadanos excluidos de la cultura durante décadas, siglos, accediesen ¡Por fin! a la misma. Que esas escuelas de teatro públicas de provincias alimentasen con las creaciones de sus egresados las redes y circuitos autonómicos y contribuyesen así al enriquecimiento cultural y económico de su territorio.
Treinta años después, con la publicación del último anuario de la Sociedad General de Autores, nos enteramos que Madrid y Cataluña concentran el 53% del público teatral y casi tres de cada cuatro euros recaudados ¡Que más de media España está fuera de escena! Teatros de provincia infrautilizados, con bajos índices de ocupación, semivacíos de contenido. Treinta años de desarrollos autonómicos, treinta años de políticas culturales, treinta años de gestión cultural para llegar al mismo punto de partida: la cultura, o al menos la actividad en las artes escénicas, sigue estando centralizada.
Los datos de la SGAE esconden otras realidades, más preocupantes si cabe. La certeza de que muchos de los espectadores del teatro madrileño son ciudadanos de provincias que consumen principalmente grandes producciones con un marcado carácter de entretenimiento o que muchos de los espectadores que acuden a los teatros ajenos a Madrid y Cataluña lo hacen para ver, precisamente, producciones de estas dos comunidades.
La desigualdad, la asimetría, es cada vez más profunda. Caminamos con paso firme hacia el pasado. Hacia la España centralizada. No sé si grande pero sí me atrevo a decir que única. Es un fracaso del Estado de las autonomías, es un fracaso de las políticas culturales… es el gran fracaso de la gestión cultural en nuestro país.
Carlos Tapia