Zona de mutación

Grupo y contraideología/2

de chivos emisarios, expiatorios, carneros o seres que meramente hacen “b-e-e-e-e”

Cuando un grupo empieza a cubrir espacios no cubiertos por la sociedad y sus instituciones, revelando en la práctica una probada eficacia, se re-semantiza todo el tiempo con un sentido social evidente, haciendo que su carácter operativo y sus latencias accedan a una inter-acción en los flujos de comunicación y en los poderes culturales públicos y privados. Hasta un punto, los grupos que nacen y se desarrollan dentro de una democracia, se avienen a un funcionamiento en comandita con el propio Estado. La intensidad de la experiencia grupal puede ser correlativa a su capacidad para interactuar decisionalmente en el campo cultural. En cualquier caso, los negociadores del grupo independiente, aceptando que al menos en la primera faz auto-organizativa responde a esta condición, establecen un coeficiente de atención sobre la cultura de creación, entendida ésta, como el compromiso político, artístico, antropológico de sus hacedores con una producción que surge sin renunciamientos y sin concesiones. El abandono estatal de este territorio responde al gradual aburguesamiento de los otrora estadistas, quienes se apegan a la cultura inmediata de los mass-media, a la cultura masiva que compadece niveles de ventas de un artista o intelectual con encuestas de popularidad de su gobierno, entre los que se establece la lógica del kitsch y la obligación del número y el lenguaje pragmático de lo que vende. El criterio de imagen de un político es directamente proporcional por ende, a las reglas de mercado. Cada grupo frente a esto ¿se postula como una prometedora ‘marca’, según el lenguaje de Naomi Klein, delimitando interesada y egoístamente sus contornos prestigistas, o el grupo es el reaseguro cultural a un ‘modelo’ humano alternativo, mezcla de reserva y resistencia? De esta manera, el susodicho grupo independiente puede devenir en el tiempo una especie de instituto que según su eficacia intersticial, podrá significarle el derecho de piso para ser reconocido por ese Estado que no ha invertido un peso, ni en él ni en su producto. Pero en ese ‘momento de decisión’, en que el Estado juega un interés con él, se produce un punto de inflexión que sintetiza el trance en que el campo independiente cruje, y se atomiza como problemática de raíz común. Quién duda que el Estado ‘bendice’ a algunos, canoniza a otros, demoniza a muchos que no le son afines, y excluye directamente a los más. Cuando además, con la puntita alcanza para simular que lo hace por todos. Pero ¿en qué plano se juega esto? ¿En la de los beneficiarios de la política devenida de las leyes que administran el teatro? Se diría que no porque estos presuntos beneficiarios en realidad son un sector cautivo sometido a un auto-abastecimiento de crisis, que se consume en su propia ‘minorización’, en su propia subalternización y provincialización. Entonces, la trans-escenificación de los rituales consagratorios se traslada a zonas de alfombras rojas que difieren de ese gallinero demasiado asociable a chusma, percudida con las taras de la localía. Esto se hace en un plano de figuras legitimables internacionalmente, cuyo botín es el circuito de trabajo en tal andarivel, con lo que el resto, queda de cabeza condenado al simple cabotaje. A la inversa, los artistas que desde provincia luchan arduamente por abrir una ventana al mundo, sin mediatizaciones capitalinas (como la Bolivia que busca una salida al mar que afiance su autonomía), sin certificaciones ni presentación de salvoconductos en Buenos Aires, implican una complejización de dicha subalternización con viejas cuestiones históricas que la asocian a situaciones de racialidad, de incultura, i. e., a ser las cifras bajas en el concierto de la hegemonización geocultural. Entonces, así como hay grupos en el país profundo que pueden arrastrar efectivos atrasos, por otro, la Capital (o Capitales), está matemáticamente imposibilitada de entender cuándo esa conducta que produce atraso ha sido respondida con signos y hasta hallazgos, que en su carácter contrahegemónico guardan un sentido superador de tal desmedro. La metrópoli tiene menos chance de entender esta polarización asimétrica porque guarda culpas ciertas. El destino, puede colegirse, de los grupos futuros es la disputa geocultural, entendida como la capacidad de intervenir en una ruptura de los fronterismos geopolíticos que aseguran dominio y sumisión. Los grupos romperán la malla dominante simbolizada por la Capital, en una nueva conciencia regional. Esta nueva geopolítica es lo que hermana de hecho a Sergio Blanco en Uruguay o París, con Gonzalo Marull en Córdoba, a Carlos Alsina en Tucumán con Arístides Vargas en Ecuador, si se permite un ejemplo a partir de escrituras concretas. Dice la feminista Judith Butler: “¿Por qué un movimiento interesado en criticar y transformar los modos en los que la sexualidad es regulada socialmente no puede ser entendido como central para el funcionamiento de la economía política?” ¿Y por qué una cultura autónoma tampoco?

 

 


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