Carlos Rojas entrevista al dramaturgo, novelista y periodista venezolano Gustavo Ott (Caracas, 1963), autor de 49 piezas teatrales –46 estrenadas, 42 publicadas– y traducido a 15 idiomas. «Para mí el texto es un universo completo que se vale por sí mismo, no depende de nadie, y cuenta únicamente con la validación del creador», revela.
A sus cincuenta y ocho años, Gustavo Ott sigue siendo una de las voces más vivas, agudas y lúcidas entre los dramaturgos del mundo contemporáneo. En sus propias palabras aborda su propia infancia –la relevancia para su formación con un encuentro con Harold Pinter en Londres cuando trabajaba de mesonero– y su trayectoria hasta convertirse en el dramaturgo venezolano más traducido en la actualidad.
Autor teatral y novelista, ha participado en la Residence Cité Internationale des Arts, Paris (2010), Residence Internationale Aux Recollets, (Paris, 2006), International Writing Program de la Universidad de Iowa (1993). Premio Tirso de Molina (España, 1998) por ’80 Dientes, 4 Metros y 200 Kilos’; Premio Ricardo López Aranda (España, 2003) por ‘Tu Ternura Molotov’; VIII Premio de Textos Teatrales FATEX (España, 2012) por ‘A un átomo de distancia’; 4ème Concours d’Écriture Théâtrale 2009/Prix Ville de Paris (Francia, 2009) por ‘Señorita y Madame’; Premio Apacuana de Dramaturgia (Venezuela, 2015) por ‘Peludas en el cielo’; Premio Trasnocho de Dramaturgia (Venezuela, 2017) por ‘La Foto’; Premio Dramaturgia Hispana Aguijón/Instituto Cervantes Chicago (EE.UU, 2016) por ‘Brutality’; Premio Marius Gottin 2018 de ETC Caraibe/Francia a la mejor obra no francófona por ‘Las 22+ bodas de Hugo Múltiple’; y Premio de Dramaturgia 2019 IX Festival de Monólogos Teatro el Círculo de Nueva York por ‘Nosotras nos entendemos’.
También ha recibido dos veces el Premio de Dramaturgia Trasnocho (Caracas, Venezuela); uno por ‘La Foto’ (2017) y otro por ‘Todas las películas hablan de mí’ (2020). En 2002 y 2003 fue elegido para el programa New Works Now de The Public Theater de Nueva York con ’80 Teeth, 4 feet and 200 pounds’ y ‘Two Loves and a creature’, así como para La Mousson D’Ete en Francia y La Mousson a Paris en la Comedie Francaise, en ambas oportunidades con ‘Photomato’. Asimismo, en 2005 ‘Deux amours et une petite bête’ para el Studio de la Comedie Francaise, y en 2013 para ETC Caraibe en Le Tarmac de Paris con ‘120 vies a la minute’.
Nominado al Helen Hayes Award (EEUU, 2009) por ‘Momia en el Closet’, también ha sido Primer Finalista Premio Madrid Sur para Textos Teatrales (España, 2011) por ‘Tres Noches para cinco perros’, además de ser finalista de Nuestras Voces National Playwriting Competition 2011 Medlife/Repertorio Español, New York, con ‘Cinco minutos sin respirar’; Tercer Premio BID de Dramaturgia “Hispanos en USA” (Washington DC, 2010) por ‘Juanita Claxton’; Accésit Premio de Dramaturgia de Torreperogil (España, 2007) por ‘Monstruos en el closet, Ogros bajo la cama’; Premio Ministerio para la Cultura (Caracas, 2007) por ‘Proyecto Padre: Obras José’; 2do Premio del Concurso Nacional de Creación Contemporánea (Caracas, 2006) por ‘120 Vidas x Minuto’.
En narrativa ha escrito cinco novelas. Monte Ávila Editores de Venezuela publicó en el año 2011 ‘Yo no sé matar, pero voy a aprender’ (2005), que fuera finalista del Premio Azorín 2005 en España. Su segunda novela, ‘Ella no merece ninguna piedad’ (2010) ganó el VI Premio de Novela Salvador Garmendia 2012 y fue editada por La Casa de Bello, reeditada en 2018 en EE.UU con el título ‘El gordo que vuela’. En 2017 ‘La Lista de mis enemigas mortales’ (2017) fue editada por Ediciones PG de Granada, España. En 2021 publicó ‘Droga caníbal’ (2021) con Maggots Publishers LLC. EE.UU.
Ott ha escrito 49 piezas teatrales, 46 estrenadas, 42 publicadas y ha sido traducido a 15 idiomas: inglés, italiano, alemán, francés, danés, ruso, checo, portugués, polaco, húngaro, japonés, griego, gallego, catalán y creole.
Desde el año 2014 vive en el área de la ciudad de Washington DC en Virginia, EE.UU. Conversamos con él a propósito de algunos temas relacionados con su vida y su dramaturgia. He aquí sus respuestas en torno a las preguntas realizadas:
¿Cómo fue tu niñez?
La viví entre tres paisajes, dos reales y uno imaginario. El primero, Caracas, mi ciudad. La conocía bien porque la caminaba mucho. Una vez, apenas adolescente, fui desde El Paraíso hasta Altamira a pie. Fue el día en que comenzó mi pasión por abandonarlo todo de pronto, una exasperación que aún tengo y que además me ha obligado a los traslados. El otro paisaje real fue El Tocuyo, tanto el pueblo, descolorido y abandonado, como sus grandes sembradíos, esos «lagos verdes» que la rodean y separan del río que mira de lejitos. El tercer paisaje, el imaginario, porque apenas fui un par de veces, pero que he inventado por décadas, fueron Los Andes, la tierra de mi madre: Pregonero, San José de Bolívar, La laguna de García; un universo montaña adentro que llevo no solo en mi carácter, sino que además forjo, aunque esté oculto, en todas mis obras.
¿Qué recuerdos tienes?
Enfrentamientos a muerte con dos cabras; un caballo loco que corría desesperado y que me dejó tirado en un pozo de caimanes; un extraterrestre que colgaba desde mi ventana para asustar a la hija de la vecina; un cuento de matones editado con tirro, grapas y clips, con una portada que hice de dibujos maltrechos, “libro único” que daba a mis amigos para que lo leyeran hasta que el más cabrón de ellos lo quemó frente a todos para hacerme llorar; un amigo imaginario que se llamaba Judy, muy hablador y siempre con ganas de jugar, que por lo demás vivía dentro de un espejo.
¿Es cierto que el joven Ott fue pandillero en el área suburbana madrileña?
Viví en Móstoles con amigos maravillosos y apasionados por la rebeldía, un par de ellos más peligrosos que los demás. Pero no éramos tan malos; bebíamos, hacíamos de okupas, radio alternativa, asustábamos mucho porque éramos peludos.
¿Ya no tocas la batería y sigues con tu oído retrasado?
El oído ha mejorado, a la fuerza. O eso me gusta creer. Las deficiencias en el odio melódico los solvento con memoria; el rítmico siempre fue mejor, aunque no es para lanzar cohetes. Con la batería sigo, pero ahora con una electrónica que solo yo puedo oír. Con ella y mis audífonos BOSE he dado conciertos multitudinarios con Pink Floyd, Led Zeppelin, Maná y Génesis en el garaje de mi casa.
¿Cuándo comenzaste a hacer tus obras?
Comencé con narrativa, como todos, esa es nuestra primera pasión. En bachillerato me dedicaba a la música, pero a los quince años entré por error al auditorio del Pedagógico de Caracas y allí estaba un grupo de teatro ensayando. Cuando el director me preguntó si yo iba para la audición no sé por qué respondí que sí. Entonces ahí me quedé. Lo que aprendía allá lo hacía luego en el liceo con otro grupo de compañeros. Una vez el Pedagógico hizo una prueba entre los actores para hacer adaptaciones al teatro de cuentos folklóricos venezolanos. Se entregó uno a cada actor, pero a mí, que era de liceo y el peludo encargado de las luces, no me tomaron en cuenta. Eso me molestó. Así, esa misma noche hice la adaptación de un cuento que no me habían dado. Cuando la leyeron, el director dijo que yo debía hacer la versión de toda la obra, que luego se llamó ‘Los cuernos del cuervo’. Decirle a un muchacho que sirve para algo es cambiar su vida. Me dio la seguridad sobre una idea que, para un quinceañero, terminó siendo una fuerza sobrecogedora y muy poderosa: esto lo puedo hacer. Me dediqué entonces a escribir más diálogos para ese grupo: adaptaciones de cuentos, escenas para ensayos, obras cortas.
Entre esas obras cortas estaba casi todo el primer acto de lo que sería mi primera pieza; ‘Los peces crecen con la luna’. Esa es una de las grandes influencias que tiene un maestro; la vida que puede transformar apenas con un gesto. ¿Cuántos creadores tienen éxito o fracasan porque un maestro les dijo algo y su vida termina marcada? A mí me marcó ese director, Fernández Salomón. Cuando dijo que yo sería el único adaptador de toda la obra, olvidé la música, las luces, los pelos, y desde ese día no he parado de escribir, literalmente.
¿Por qué cuando fallece tu primo decides dejarlo todo y viajar a Londres?
Fue un detonante perentorio. En ese momento me sentía desubicado en la universidad –y quizás por eso me comportaba como un idiota– y mi familia mostraba sus costuras más burdas y primitivas. Así, la muerte de mi primo, mi primer gran amigo, fue un llamado a la huida. Un tipo de escape, más bien abandono, que siempre ha sido de gentes y geografías pero que en realidad tiene que ver con la muerte. Como Romeo: partir y vivir o quedarse y morir. Desde ese día en que dejé Caracas por primera vez no he parado de viajar y abandonar, quizás porque en la huida me alcanzo. Quiero decir que eso de irme y desertar está en mi ADN, en mis huellas dactilares, en mi personalidad reside la furia del traslado; de mi árbol genético viene la orden de la partida y la vocación del tránsito. Soy alguien que anda de paso. Porque no he hecho otra cosa sino huir, salir, correr en todas las vidas que me ha tocado vivir.
¿Londres te hizo escribir?
Ahí conocí por primera vez aquella percepción que enseñaba Cabrujas sobre lo que significaba vivir para escribir y nada más. En Londres probé que era posible hacerlo. Viví arrebatado por aquella idea de los artistas latinoamericanos en Francia, por ejemplo, que hicieron lo mejor de su obra en una ciudad extranjera. Viviendo con poco o casi nada, solo escribir, en esa visión romántica elemental, casi amanerada, pero que me hacia sentir vivo. Escribiendo fui feliz en Londres. Pasé casi cinco años allá y todavía, cuando paso por la ciudad –fue mi ultimo viaje antes de la pandemia– me entran unas ganas absurdas de escribir. Imagino que es un reflejo condicionado de mi juventud.
¿Qué consejo le dio Harold Pinter?
Fue durante mi época de Londres. Trabajaba de mesero en lo que era el bar del Littleton Theatre. Tendría unos veinte años y Pinter iba un par de veces por semana a dar charlas de creación literaria. Pero antes de sus clases se sentaba a tomar vino y comer queso en las mesas que, por puro azar, me tocaba servir a mí. Él era un hombre ameno y como siempre era yo quien le servía, me saludaba. Un día me preguntó, creo que, sin interés real, lo de siempre: de dónde vienes, que haces aquí, etc. De inmediato le dije que yo escribía teatro. Me invitó a oír sus conferencias.
Al final hubo preguntas y, yo, que quería ser listo y notado, me levanté y como buen venezolano hice la pregunta tipo Miss Universo más idiota que se me ocurrió: “Usted, que es un autor tan técnico; ¿qué consejo le daría a un joven autor de teatro?”. Él se me quedó mirando con piedad y dijo, quizás para salvarme del bochorno: “Resist the tentations of money”. Yo, que aún no me había dado cuenta de que estaba haciendo el ridículo, me hundí más y le respondí, sabelotodo: “Pero, Mr. Pinter, ese es un consejo ético, no técnico”. Y él ripostó, como si veinte años después se fuera a ganar el premio Nobel: “Un día entenderás la íntima relación que hay entre lo ético y lo técnico para poder escribir”. Años después, cuando comprendí esa relación, el impulso y compromiso por el trabajo diario y la escritura se volvió una obligación inexorable, de esas que, si no cumples, te avergüenzas y exiges castigo.
¿Qué significa Iowa en tu vida?
Quizás por lo que me pasó en Londres, creo que funciono tan bien en las Residencias para Escritores. Para mí nada tan útil como ese cliché del autor que se levanta en la mañana, come y escribe; en la tarde, luego del almuerzo, escribe también; y en la noche, cambia la rutina y vuelve a escribir más duro y apasionado hasta la madrugada. Todos los días, sin parar, y además que te paguen por eso; eso es lo que ofrecen las residencias literarias. He hecho tres, dos en París y una en Iowa. Esta fue muy especial quizás porque pagaban muy bien, te daban hasta dos viajes a donde quisieras dentro de los EE.UU, y compartí piso con escritores como Monterroso y Rolf Hudges, artistas que sabían alejarse del encuentro social y que te miraban mal si te encontraban haciendo cualquier otra cosa que no fuera escribir. Monterroso era además muy divertido. Una vez me oyó alardear sobre mis conocimientos de béisbol y desde ese día comenzó a tocar la puerta de mi cuarto muy temprano en la mañana, me hacía levantar adormilado, y cuando le abría me preguntaba, sin saludar ni preámbulo, alguna cosa técnica sobre béisbol. Esperaba mi respuesta. Se la daba. Y me decía: “¿Ves que no sabes nada?”. Y se iba. Nunca acerté las respuestas, pero lo cierto fue que, gracias a su particular inquisición despertadora, me levantaba temprano con una sonrisa, listo para trabajar.
¿Cómo es el proceso de elaboración y puesta en marcha de una obra de teatro?
Como en la cábala, empezar es como pasar del infinito a una habitación con paredes. Kafka decía que el umbral requiere de una predisposición a la esperanza, de un anhelo intenso. Quizás porque es un viaje largo, en mi caso, de un año si sale rápida. Notas, entrevistas, borradores. Escenas que escritas en el momento parecen excelentes y que luego, al leerlas, dan vergüenza. En la primera etapa escribes únicamente cosas de las que te enamoras y que van al basurero, algo así como el amor. Setenta páginas del primer borrador son el resultado de cuatrocientos intentos fallidos. Como imprimo todo, llevo la cuenta por resmas: una obra es igual a una resma de 500 hojas.
Luego comienza la pelea a muerte entre el ingeniero y el arquitecto por aquello de la forma como contenido. La mente procesa primero la forma. Entonces puedes ir abriendo la segunda resma porque esa pelea es a cuchillo. El proceso es feroz; desanima, pero por lo menos no duele.
¿Tiene demonios Gustavo Ott y le da terror reconocerlos?
Tengo demonios, más bien monstruos, ogros, pero ya no me dan terror. Nos encontramos todos los días a la misma hora y en el mismo lugar. Nos asustamos hasta que nos aburrimos. Luego del juego del terror, hay que trabajar.
¿Eres más dramaturgo que periodista?
Sí. Y baterista chimbo.
¿Consideras qué ‘Lírica’ es tu mejor obra?
El tópico es decir que la última es la mejor. Lo malo de los tópicos es que les da por ser verdad. Eso me molesta, claro.
Siempre diriges y escribes, ¿no te da miedo acaparar todo?
Y hago las luces. Y musicalizo. Quiero decir que todo es dirigir; contar una historia sin texto, únicamente a través de atmósferas. Ese es el gran arte.
¿Qué autores han influido en tu obra?
Leo más novela que teatro, pero el primer autor que influyó en mí fue Rodolfo Santana. Ya lo había leído antes de conocerlo personalmente. Quería escribir como él. Me refiero a copiarlo a la perfección. Llegué a montar en el liceo, y antes de mi encuentro con la escritura en el Pedagógico, obras suyas como ‘El animador’ y ‘La empresa perdona un momento de locura’, así que formalmente comencé en el teatro como director. El encuentro personal con Rodolfo vino años después, cuando yo estaba en la Universidad Católica.
¿Cómo fue ese encuentro?
Fue casualidad. Una de las actrices que hacía teatro conmigo era su prima y lo invitó al estreno de una de mis piezas. Luego él me invitó a su casa. Rodolfo vivía en un garaje por Los Chorros que no tenía puertas sino una cortina de rosario, como la de los bares de la época. La pared de la derecha de la sala estaba forrada con cajas de ron mientras que la otra pared tenía cajas de Pepsi Cola. Enfrente, sacos de limones. El mensaje era muy claro: a esa casa se iba a tomar. Cuando llegué no había cama sino un colchón en el piso y sobre él, una mujer desnuda. A ella le pregunté, asustado: “¿Está Rodolfo?”. “Sí, él ya viene”, dijo la chica. Y cuando entró Rodolfo Santana, el autor estaba desnudo, abrazado con dos chicas desnudas también, una de cada lado. Fue entonces cuando me dije, absolutamente seguro de mi vocación: “¡Yo quiero ser dramaturgo!”.
¿Qué extrañas de Rodolfo Santana o de José Ignacio Cabrujas?
José Ignacio fue mi primer maestro de dramaturgia. Hice su taller con dieciséis años en el CELARG junto a otros autores de talento descomunal como Xiomara Moreno. Fue él quien me introdujo en el ese mundo hermético y solitario en el que conviven el creador y el intelectual. Cabrujas era capaz de hacerte entender que, en medio de esa soledad pasmosa del escritor, era posible ser feliz. Pero con Rodolfo tuve una amistad de 30 años; comenzamos como maestro y alumno para luego hacernos altos panas. Nos reíamos montón. Nos leíamos las obras, sí, pero esos encuentros iban más por la fraternidad y el cariño. Mi esposa lo adoraba. No dejamos de echar los cuentos de sus visitas a casa: la primera piñata de mi hija, cuando se lanzó a luchar contra el muñeco antes de que los niños le dieran los palazos, casi se la come; sus llegadas en horarios insólitos y sin avisar, cargando bolsas con todos los alimentos para preparar en tu casa un plato de altísima cocina -su curry sigue siendo el mejor que he probado en mi vida-; las noches que tuve que llevarlo a la playa para ahogar una obra rebelde que no le quería salir; discursos en medio de las reuniones que comenzaban muy en serio para luego llevarte por una fantasía creíble que terminaba en carcajada épica. Rodolfo no solo era el gran talento de nuestro teatro, con una imaginación sobrenatural, sino que es de los poquísimos genios que hemos tenido en nuestro país. Me refiero a un genio en el sentido estricto, con habilidades que los demás no tienen. Manejaba a placer una imaginación singular, rara, a veces completamente anormal, junto a una capacidad de reflexión intelectual aguda, nutrida, plagada de referencias. Ambas las explotaba con esa capacidad de trabajo que solo tienen los poseídos. Más de 100 piezas escritas, sin contar guiones para cine, en fin. Era capaz de crear todo nuevo, sin ser inspirado por otra obra o autor, nada de adaptaciones, versiones, tangentes, y lo hacía con una facilidad prodigiosa. ¿Venezolanos de genio real? Él, Soto, y ya.
¿Qué es lo específico literario del teatro?
Ese es mi primer compromiso como autor y tiene que ver con el texto solo, sin la escena. Hablo del texto teatral como obra literaria únicamente, en ese espacio de la creación donde el texto existe y tiene personajes, acción, lugares, y se mueve sin actores ni directores ni escenarios. Ni siquiera espectadores. Para mí el texto es un universo completo que se vale por sí mismo, no depende de nadie, y cuenta únicamente con la validación del creador. En fin, un universo donde el escenario no es más que un manual de instrucciones y la obra escrita es el arte y resultado final.
¿Cómo describiría la actividad teatral del (TSMC)?
El aporte del TSMC fue por etapas. A principio la zona creció con nosotros. No por nosotros, claro que no, pero sí en paralelo. Lo que era una esquina olvidada comenzó a tener movimiento comercial y en las noches, con las luces del teatro abierto, la comunidad salía más. Luego vivimos una expansión.
Los festivales que realizamos -y que solo ocurrían en San Martín y no en otras parte de la ciudad, precisamente para que el espectador de teatro tuviera que visitarnos- impulsaron el reconocimiento de El Otro, de lo que venía de afuera. Muchos de nuestros espectadores jamás habían visto una obra en un idioma extranjero. Creamos un público nuevo que al principio no sabía que iba al teatro; a veces se sorprendían porque pensaban que se trataba de cine. Realizábamos pancartas similares a las que hacían los cines tradicionales y eso ayudó a que se acercaran pensando que era una película. Se trataba además de un espectador que, por los precios -en varias ocasiones la entrada era gratuita o simbólica- asistía a varias funciones de una misma temporada y terminaba por saberse los textos. Algunos los decían, en plena función, antes de que el actor. Eso nos sucedió mucho con ‘Nunca dije que era una niña buena’, por ejemplo. Ese es un raro privilegio para un autor: que de pronto vayas por la calle y gente común que no conoces te pase por el lado y te suelten uno de los textos que has escrito. Y que en ese momento esa frase parece más suya que tuya.
¿Es macabro el teatro de Gustavo Ott?
Ese término lo utilizó el crítico Carlos Herrera para definir a un grupo de mis piezas. Se trataba de cinco obras de finales de los 90 que tenían cierto vínculo unas con otras. En algunos casos parlamentos que las unían, personajes, relaciones; una intertextualidad que iba del Tema al escenario y más: del paisaje a la filosofía del drama. La verdad es que fueron cinco obras consecuencia de esa vocación nuestra de hacer historia, tanto nacional como personal, a través de la violencia. De la exaltación del perverso íntimo y colectivo. De esa época son ‘Comegato’, ‘Fotomatón’, ’80 Dientes’, ‘4 metros y 200 kilos’, ‘Tres Esqueletos y medio’ y ‘Miss’, todas montadas en el TSMC entre 1998 y 2001. Pero si Carlos estuviera vivo seguramente agregaría otras más nuevas como ‘A un átomo de distancia’, ‘Chat’, ‘Tres noches para cinco perros’ y ‘Nosotras nos entendemos’. Quizás un par más.
¿Te gusta hacer traducciones?
Las he hecho siempre, inspirado además en Pinter. Fui el primer traductor de ‘Mamet’ al español, otro Pinteriano que para ese momento significaba una conexión del teatro contemporáneo americano con Miller, nada menos. También traduje una obra poco conocida de Orson Welles, ‘Moby Dick’, que creo es la única en español hasta hoy. Traducir es mi manera de estudiar, digamos que ese es mi entrenamiento cuando no estoy escribiendo nada o cuando tengo que tomarme una pausa, que en mi caso son casi de un año. Traduciendo aprendo y me mantiene en ejercicio, como si fuera el gimnasio entre olimpiadas. He traducido a Shakespeare, musicales como ‘Guys and Dolls’, y mucho teatro contemporáneo. Creo que, además, como traductor profesional, he encontrado un idioma común con los traductores de mi propia obra y quizás por eso me llevo tan bien con ellos.
Son, además, los primeros en leer mis piezas y me ayudan, con mucho cariño, a hacerles ajustes. Un traductor tiene el mejor oído para acoplar el tono y ritmo de mi teatro.
¿Por qué tus obras son más cinematográficas que teatrales?
Es el cine, y en especial la gran televisión, las que han encontrado lo mejor de sí en la teatralidad. Valle Inclán, los autores del Siglo de Oro o Shakespeare crearon piezas capaces de desbordar los escenarios. Aquella idea de principios del Siglo XX en el que las piezas eran de dos puertas es tan caduca como el corsé. No hay teatro que se ampare en la precariedad y hoy todos estamos haciendo lo mismo: cine, teatro, y televisión, en su mejor momento, en su grandeza, se parecen. Pero entre todos el único presencial, y mira cómo ahora esa palabra finalmente tiene la connotación vital que siempre debió tener, es el escenario.
A pesar de la avalancha de series televisivas, programas de televisión, canales como YouTube… el teatro en Caracas no para de crecer, ¿por qué crees que sucede esto?
Precisamente porque lo presencial es hoy prueba de vida. Y es lo primero que buscamos luego de esas extinciones cíclicas humanas: sabernos vivos. Sucedió con el fin de la II Guerra: comprender la existencia era salir y tener contacto físico, vivo, con el discurso que nos pudiera explicar un por qué. Lo presencial poscovid nos aleja de las pantallas hartadas, de su brillo agotador, de su artificialidad adulterada, y ofrece una vida nueva que es, además, expectativa, casi esperanza. Con más dudas y furia, con el doble de incongruencias y misterios, pero con fundamentos que nos intriga. Creo que no es otra cosa que esa idea primitiva de Dios: una necesidad de tropezar con la creación y al tiempo con el creador. Quizás hoy Ser es, cardinalmente, Estar ahí.
¿Qué debe hacer un dramaturgo?
Escribir.
¿Qué han hecho con la utopía?
Nos la robaron hace décadas, pero ahora andamos molestos y hemos aprendido a correr detrás de los ladrones para caerles a palos, como podamos.
¿Qué es lo más parecido a la felicidad?
Escribir y que salga en el primer intento. A veces pasa. Pocas, casi nunca, pero pasa.
¿Pasa el tiempo y no somos mejores?
El Mal vence y permanece. Y lo heroico –y los héroes– levantan sus mitos sobre cadáveres, casi siempre de inocentes.
Inmortalizamos espacios públicos eternos con nombres de generales que fracasaron en su misión; de políticos famosos pero criminales; de presidentes sin logros perdurables, sepultados con las promesas que nunca consideraron cumplir. Ejércitos cuya valentía solo ha podido ser probada contra gente indefensa; mujeres, jóvenes y niños. Mientras los aeropuertos de Roma, Salzburgo, Budapest o Varsovia son bautizados como Da Vince, Mozart, Listz o Chopin –¡el de Liverpool se llama John Lennon!–, nuestra América se jacta nombrando la realidad envuelta en sangre esparcida por héroes naufragados, algunos verdaderos enfermos, locos sin más. Quiero decir que la inmortalidad, en esta Latinoamérica de esteroides y sicotrópica, es un acto delincuente sin obra completa. Sí, pasa el tiempo y no somos mejores. Ya lo sabes, como Arendt, desconfío de los mitos, las religiones y las ideologías quizás porque parten del mismo concepto y objetivo infeliz.
¿Qué es realmente importante para ti?
Encontrar una palabra.
¿Sigues con tu idea de ser un fugitivo?
Sí, pero Caracas es mi primera casa, esa que nunca se olvida, quizás porque allí escondí y encontré todo lo que me hace ser: mis últimos juguetes, la extraña libertad de los despreocupados, la posibilidad de ser otros sin dar explicaciones, es decir, los postreros instantes de la poesía. No sabes la falta que me hace mi edificio en Caracas y te advierto que el hecho de que tenga una casa nueva por aquí no quita que aquella no sea la mía de siempre, mi paisaje que no cambia.
¿En qué trinchera te escondes ahora?
La novela funciona bien para impedir el paso de las balas, pero el teatro es la infantería épica, esa que avanza sin miedo para destruir al enemigo.
¿Cuáles son tus próximos proyectos?
Estoy escribiendo una pieza que creo será lo mejor que he hecho en toda mi vida. ¿Ves cómo los tópicos nos enceguecen? Pero ya está casi lista y que Dios la perdone.
Y, para terminar, ¿cómo está tu relación con Dios?
Seguimos sin hablarnos, aunque hemos comenzado a criticarnos con mayor crueldad. Imagino que eso quiere decir que pronto llegará algún tipo de reconciliación. Por ahora, el rechazo a la obra del otro es recíproco y mordaz.
Carlos Rojas (@miPuntoCritico)
Los dramaturgos son seres extraordinarios son tantos personajes tantas psicología juntas .