Hemos venido a darlo todo
Hemos venido a darlo todo es una afirmación pasional, con un regusto casi antropológico y ancestral. La pasión vinculada a la entrega total, como la de las heroínas y héroes de tragedia, como la pasión de Cristo, que también vino al mundo para darlo todo. Darlo todo, sin concesiones, es la característica fulminante de los personajes arquetipo de las tragedias. Tocando el 2020, en plena era hipertecnológica y mediada por la profilaxis de las pantallas, venir a darlo todo es una expresión paradójica o hiperbólica, que ya no conduce a la tragedia.
Pero, tanto la paradoja y la contradicción, como la exageración o hipérbole, encierran una tensión que, por asociación, también implican esa fuerza centrífuga del hemos venido a darlo todo.
Hemos venido a darlo todo es el título del último espectáculo de la Cía. Voadora, de Galicia, que cerró, en la Iglesia de la Madalena, la 35 Mostra Internacional de Teatro, MIT Ribadavia, a la 1 h. del 28 de julio de 2019.
Una creación de José Díaz, Hugo Torres, Fernando Epelde y Marta Pazos, bajo la dirección de Marta, con escenografía de Carmen Triñanes, iluminación de Nuno Meira e indumentaria y caracterización de Fany Bello.
Entrar en la Iglesia de la Madalena de Ribadavia (Ourense), por la puerta lateral, y encontrarte con un altar dorado, con un podio dorado sobre el que están ordenadores, teclados y samplers, como una instalación plástica entre el pop de Andy Warhol y un barroco abstracto, en una ubicación opuesta a la del altar de la propia iglesia, donde se sitúa una zona de gradas, es algo que produce una impresión fantástica.
Igual que es fantástico el punto de partida dramatúrgico para este impetuoso concierto escénico:
“En 1977, la NASA realiza un ejercicio artístico de síntesis y perdurabilidad: enviar al espacio un vinilo de oro y algunos materiales extra que pretendían definir a la humanidad en su conjunto.
Una selección musical que podríamos entender como un “Best of” de una comunidad orgullosa, confeccionado para sobrevivir al Planeta Tierra. A medio camino entre la Caja Negra y el popurrí de una especie tragicómica.
Cuarenta y dos años más tarde, revisamos esos materiales que nos cuentan mucho más sobre nosotros mismos de lo que la agencia espacial nunca pudo imaginar.” (Texto de Marta Pazos en el programa de mano de la 35 MIT Ribadavia)
Ese rito tragicómico y fantástico de la NASA, que pretendía representar a los terrícolas, desde el paradigma del ciudadano norteamericano acomodado (ignorando que terrícolas también son los aldeanos agricultores de México, los de cualquier población de Nepal o mis vecinos de la montaña de Lugo), es el disparadero para el rito teatral y musical de Voadora.
Articulado en diferentes números (por su naturaleza de show musical) o cuadros (por su naturaleza visual, icónica y plástica), Hemos venido a darlo todo es, objetivamente, un despliegue de energía y de fantasía.
Uniformados con monos dorados, en una estética próxima a Loco Mía, aquel grupo de electro-pop español de los 80, como figuras alegóricas de un Party Time cósmico, nos invaden con su música electrónica arrebatadora y sus canciones pop divertidas, con mensajes sencillos y directos.
Vatios y decibelios, brillos y destellos. En el podio, Jose Díaz, Hugo Torres y Fernando Epelde, lo dan todo a los teclados, mientras bailan y saltan.
Podríamos estar en una discoteca, en el cielo, o en una sesión del Sónar de Barcelona. Sin embargo, estamos en un espectáculo que nos invita a sentir y a vibrar, en comunión, antes que a pensar o a juzgar. Para la comunión, sin duda, el espacio de la iglesia es el más óptimo.
De este modo, Voadora nos libera del yugo del juicio y, de manera naturalmente artificial o artificialmente natural, impulsa la emisión, en nuestro cerebro, de adrenalina, endorfinas y otras substancias endógenas que nos acercan a una felicidad del momento.
Escribe Marta Pazos, en el programa de mano de la 35 MIT, que Hemos venido a darlo todo es “su manifiesto” y, efectivamente, puede captarse la honestidad y la libertad en este tipo de propuesta. Se nota que a los chicos de Voadora, Jose, Hugo y Fernando, les mola mogollón hacer música y liarla parda con sus computadores, las mesas de mezclas, los teclados… e igual que a ellos les mola flipar con la plástica del sonido, o como dicen nuestros vecinos portugueses, con la sonoplastia, a Marta le flipa jugar con las imágenes. Y aquí, más que en ninguna de las piezas anteriores de Voadora, se han permitido jugar a tope con lo que más les gusta, sin necesidad de justificarlo adaptando o jugando con un texto clásico que los legitime, sin necesidad de más argumentos. Esta es la impresión, quizás equivocada, que a mí me ha dado. Voadora se desnuda. Creo que Hemos venido a darlo todo es un ejercicio de autenticidad, de sinceridad del equipo de Voadora. Ciertamente, un manifiesto.
Al mismo tiempo, en esta creación tan chispeante, puede apreciarse la desinhibición y la maestría escénica que les ha ido dando la ya larga experiencia artística. También puede apreciarse la coherencia estilística y temática que, a lo largo del tiempo, ha ido caracterizando la poética de Voadora: el gusto por lo retro y lo vintage, convertir el escenario en una fiesta, la música en directo, la estética y utilización de maniquís y “dummies”, simulados por actrices y actores (que ya habían aparecido, por ejemplo, en Garage [2017] o en Waltz [2013]), las citas a otras obras artísticas muy variadas, con una especial incidencia del arte pop, la síntesis y la sencillez desacomplejada en los abordajes temáticos…
En Hemos venido a darlo todo los cuadros plásticos tienden, también, a la síntesis y a una cierta austeridad, que se aleja del estilo abigarrado y de la plétora escénica presente en otros montajes de Voadora, como, por ejemplo, en Sueño de una noche de verano (2017), La tempestad (2014) o Super8 (2010). Aquí, en Hemos venido a darlo todo, cada cuadro, al margen de los músicos y Djs en el podio, es ocupado por una o dos figuras alegóricas que actúan, en la estela de algunos de los trabajos, más próximos a la performance o a la instalación, del maestro Romeo Castellucci.
Por ejemplo, ese cuadro en el que Marta Pazos aparece vestida de astronauta idealizado, como de cuento y, en cámara lenta, avanza, sobre el suelo dorado, hasta una especie de montículo. Lo destapa y descubrimos una máquina expendedora de bebidas, snacks y chucherías. Intenta extraer alguna, como no lo consigue lo prueba golpeando la máquina con un enorme meteorito negro.
O los cuadros en los que aparecen dos figuras antropomórficas heterosexuales, entre el maniquí y el “dummie” animados, con los rasgos mínimos sexuales de una mujer y un hombre. Bailan en “slow motion” y simulan una escena de sexo. Se trata de una estilización que desmaterializa y des-sexualiza, incluso, el simulacro del coito. La actriz y el actor van enfundados, de pies a cabeza, con una segunda piel ajustada, que marca y da realce a las formas femeninas y masculinas de los cuerpos. Una especie de mallas negras con topos blancos, él peluca corta y ella melena larga.
En otro cuadro similar, volverá a aparecer una pareja heterosexual, pero esa segunda piel, que cubre al actor y a la actriz de pies a cabeza, aún no tendrá los rasgos sexuales, hasta que ellos mismos los van dibujando. También juegan a superponer una lámina rectangular verde y otra roja, transparentes, que segmentan su figura y potencian la plasticidad de la escena.
Pero, quizás, el cuadro más abstracto y alegórico de todos es aquel en el cual la figura de la astronauta roja interactúa con un ser enigmático y casi informe, de gran volumen y pelaje gris. Una de las figuras sería la alegoría de la Razón y la otra sería la alegoría de la Fe. En el relato, que nos hace uno de los músicos dorados desde el podio áureo, se nos dice que es la Razón la que sigue los pasos de la Fe. Fe y Razón quedan para pasear.
Estas figuras fantásticas, de resonancias alegóricas, están en la onda de aquellos seres misteriosos que también encontramos en las creaciones de Philippe Quesne, igual que la utilización de maniquís o dummies simulados en la poética de Gisèle Vienne.
Todos los cuadros de Hemos venido a darlo todo semejan guardar una relación asociativa o analógica respecto al relato de la NASA, sobre el que ironizan. De hecho, Fernando Epelde, casi al inicio del espectáculo, afirma: “Podrían dudar de nuestra perdurabilidad, pero no de nuestra pasión.” Contra el afán de perdurabilidad de la NASA y de esa sociedad hiper-tecnológica del miedo a la muerte y a lo desconocido, la desinhibición festiva de las artes vivas y efímeras, impulsadas por la pasión, que gozan con el misterio de lo desconocido.
La tecnología de la luz y el sonido, la ingeniería de la música electrónica, los tres Djs, en contraste con una pasión casi tribal de una caverna dorada.
“Todos los samplers de este concierto están camino de otra galaxia, buscando un oyente.”, nos dicen.
Hacia el final, aparece Marta con unas láminas blancas escritas, a modo de carteles, en las que podemos leer unas frases breves sobre la soledad, las personas que bailan solas delante de un espejo. Pero ella no quiere bailar sola… y entonces la música se vuelve loca y el público salta al escenario como a una pista de baile, a darlo todo.
Hay que decir que, ya durante algunos de los números, aquellos en los que la música aumentaba su frenesí discotequero, muchas personas del público coreaban y bailaban desde sus sitios. Ese ambiente festivo, de club, también vino facilitado por la consigna inicial de que podíamos movernos y hacer fotos y vídeos con nuestros teléfonos. Se trataba, por tanto, de que esa comunión, en cierto sentido ritual y casi tribal, rompiese cualquier atisbo de solemnidad o distancia. He aquí otra de las potentes oposiciones o contradicciones de la dramaturgia de este espectáculo: la aparición de figuras alegóricas y de un ritual que ironiza sobre el mito, concentrado en el relato de la NASA y en algunos de los iconos de los años 70, 80 y 90, para subvertirlos a través de esa comunión festiva.
El frenesí del baile, en el que participa una buena parte del público, Marta y los músicos, que salen de su podio para mezclarse y fundirse con el grupo, convierten la Iglesia de la Madalena en un aquelarre discotequero. Incluso, en un determinado momento, Jose Díaz aparece disfrazado de un Elvis Presley idealizado, mítico, y nos canta una canción propia, en medio de la pista de baile, rodeado y coreado por el público.
Para finalizar, Marta le pide a los danzantes que se tumben, que cierren los ojos y les canta una canción, sentada sobre la máquina expendedora de bebidas y snacks.
“Soy una humana y siempre tengo la razón y cuando no la tengo decido usar el cerebro para no darme cuenta y seguir equivocada. […] Soy una humana, busco respuestas. Y si no las obtengo, decido usar el cerebro. Me creo todo lo que inventa y así me quedo tan contenta. […]”
En un tono entre la canción de cuna y la confesión de una amiga, Pazos nos habla de la obcecación, de la razón, de ese afán por controlarlo y justificarlo todo. En actitud humorística, acaba por sostener: “¡Si tiembla la tierra, yo esta noche estoy bebida!”. Cuestiones a las que, seguramente, las personas del público tampoco somos ajenas.
Hemos venido a darlo todo, finalmente, y de manera indirecta, desde la propia experiencia que el espectáculo nos ofrece, nos habla de la necesidad del grupo y de la comunión, del baile, para liberarnos, aunque sea por un tiempo determinado, de nuestras aprensiones, obsesiones y afán de control.
Si en 1977 “la NASA realiza un ejercicio artístico de síntesis y perdurabilidad: enviar al espacio un vinilo de oro y algunos materiales extra que pretendían definir a la humanidad en su conjunto”. En 2019, Voadora realiza otro ejercicio artístico de síntesis y comunión festiva, que quiere definir a la humanidad como una comunidad apasionada y vital en lo efímero. La humanidad como una fiesta.