Historia de una lágrima
Hace unas semanas oí decir a alguien que creía en las revoluciones que se dan en cuartos pequeños. Decía también que en teatro ese pequeño cuarto rebelde es la sala de ensayos.
Si me retrotraigo a mis inicios en teatro, a cuáles fueron las razones por las que empecé en este arte, las palabras se me escurren del teclado. Es difícil explicar algo que se da en el nivel de los impulsos, cuando ese algo responde a una necesidad profunda, íntima y desconocida. Resulta complejo razonar lo que no es racional. Sin embargo, los inicios, a falta de razones, están llenos de imágenes, de impresiones, de atmósferas que se guardan intactas debajo de la piel. Intento rascar ahora en ellas y todas tienen en común el olor a rebeldía que percibía en el cuarto pequeño de los ensayos. Ver a una compañía de teatro trabajar era asomarme al vértigo de encontrar un espacio donde las normas que rigen la vida diaria podían ser transgredidas, alteradas, jugadas, volteadas. Al fin y al cabo, el teatro es un arte colectivo que se conforma por micro-sociedades, por grupos, pero cuyas personas tienen la posibilidad de establecer las reglas de su comunicación. Esa me parece que es una de las atracciones más fuertes que tiene el teatro y que además no comparte con ningún otro arte. En ese cúmulo de sensaciones de los orígenes, en mi caso, hay también una melodía. Una melodía muy concreta con la que, en mi primer taller de teatro, la maestra empezó a ejercitarme. Una melodía con la que fui consciente de la cantidad de prejuicios y vicios que en tan poco tiempo de vida había acumulado en mis pensamientos, en mi cuerpo, en mi voz, en mis emociones. Una melodía que empezó a abrirme esa grieta vertiginosa por donde se desliza el teatro. Esa melodía era “Struggle for pleasure” de Wim Mertens.
No hace ni dos días, precisamente, pude asistir a un espectáculo titulado “Room” (Cuarto) creado por la compañía SITI. La historia se centraba en Virginia Woolf, que al escribir el libro “Un cuarto propio”, también abogaba por una rebelión de pequeña escala pero de gran profundidad. Todo lo que necesita una mujer para escribir, decía la escritora, es un cuarto propio. Un espacio físico pero también metafórico donde cobijar su imaginación, su pensar, su pálpito emocional, un lugar donde poder recrear su propio mundo. Para quienes hacen teatro ese cuarto propio, libre e independiente es la sala de ensayos. Seguramente no es casualidad que aquella persona que hace unas semanas hablaba de revoluciones en cuartos pequeños sea la misma persona que dirigió “Room”: Anne Bogart.
Generalmente, cuando uno se dedica a un arte es difícil empatizar con las obras de otros porque los ojos miran para diseccionar y no para disfrutar. Uno se pregunta cómo habrán hecho esto y aquello, y se protege de lo que esa obra le está despertando por dentro. En casa del herrero cuchillo de palo y entre profesionales de teatro espectadores malos. Cuando vi “Room”, sin embargo, quedé desamparado. La actriz, Ellen Lauren, con eficacia superlativa desgranaba el pequeño pero rebelde mundo interior de Virginia Woolf, sus reflexiones, sus recuerdos, su compleja intimidad. Desde el comienzo quedé embelesado por el juego, por los gestos, por la voz, por las palabras y por lo que no es ni juego, ni gesto, ni voz ni palabra. Viendo trabajar a la actriz mi piel hervía. Y entonces en la escena climática, cuando Woolf recreaba apasionadamente el mundo interior, volcánico y abstracto de un artista, sonó “Struggle for pleasure”. Y sucedió algo que no recuerdo me haya pasado nunca viendo teatro. Lloré.
Si un pequeño cuarto puede albergar una revolución, creo que en esa lágrima estaba la razón por la que aún sigo haciendo teatro.
Borja Ruiz