Críticas de espectáculos

Homebody/Kabul

AUTOR: Tony Kusher (Traducido por Carla Matteini). DIRECCIÓN: Mario Gas. INTERPRETACIÓN: Vicky Peña, Mohamed El Hafi, Hammed Danechvar, Roberto Álvarez, Jordi Cullet, Elena Anaya, Mostafa El Houari, Medi Ouazzani, Hamid Krim, Gloria Muñoz, Drisa Karimi. TEATRO ESPAÑOL (Madrid): 24-04-2007. La cultura, la raza, la religión, la política… son términos aislados que, lejos de toda visión folclorista del turista, pasan a la incomprensión, la xenofobia, el clasismo o la pureza racial bajo el tamiz mezclador de la integración y la fusión de culturas. Son todos estos eufemismos de violencia, barbarie e inhumanidad los que definen el discurso de Kusher en Homebody/Kabul. La desproporción está en toda la obra, empezando por su arquitectura misma: Un primer acto de dos horas subdividido en una disertación en forma de monólogo que pasa de la hora y “la obra” propiamente dicha, y un segundo acto, continuador de esa segunda parte del primer acto; es como cortar un pastel en porciones geométricamente desiguales: toda ración procede del mismo pastel, pero cada parte obtiene mayor o menor bocado en el reparto. Esta desproporción está presente también en los personajes. Vicky Peña desnuda el alma de su personaje en un monólogo casi incalificable: es la loca, la pedante, la “rara” en un contexto que nos parece “normal” pero que, lejos de serlo, solo nos es habitual: Occidente. El espectador va ubicándola –y ubicándose- conforme el personaje comienza a hilvanar sus pensamientos de “tarada” en el discurso de quien se molesta en entender al otro (la loca), en quien es acallada por la norma (la pedante), y en quien -por encima del bien y del mal- toma una decisión drástica y cáustica (la rara). Peña se nos presenta casi esperpéntica, pero bajo la ridiculez de “la pasada de rosca”, arma que le sirve para desmontarnos en una arenga climática que no admite réplica. Su queja es diáfana e irrebatible, y su desesperación y preocupación se convierten en un acto de heroína trágica que pone muchas cosas en su sitio, incluida su propia culpa primermundista. La Peña encuentra su alter ego en Gloria Muñoz. Encarna ésta casi al mismo personaje pero al otro lado de la frontera: es la mujer pensante –y por ello tomada por loca, ya que es incómoda al sistema-, pero su porción del pastel es la pequeña: es una mujer inteligente en el Islam talibán. Su breve pseudomonólogo en castellano, francés y árabe llega a las mismas cotas de intensidad que el de Peña (más, diría yo, por su testimonio desgarrador). Encarnan ambas mujeres esa integración cultural, ese cambio de papeles entre la mujer occidental e islámica en el papel de la otra, pero movidas por la misma fuerza: la desolación, el miedo, la incomprensión. Son dos Medeas contemporáneas en plena lucha titánica contra la otra, contra ellas mismas y sus principios, y contra un contexto que no las entiende pero en el que están inmersas. Como punto de unión cuentan con una tercera mujer, Elena Anaya, que lleva a cabo su personaje de forma poco creíble por impostada: su pasión resulta fingida, y su mal genio y arrojo no le caben en el cuerpo. Su interpretación es una pequeña mancha en el lazo de unión de una Peña eficaz y correcta, y una Muñoz bárbara, que parte del clímax desde su primera salida a escena (y lo consigue, vaya si lo consigue). Como contrapunto a este trío de damas, ya de por sí desproporcionado y en lucha continua, está la aportación masculina. Roberto Álvarez encarna al marido “papanatas” que no entiende lo que se niega a entender: simplemente el orden de las cosas es así, si bien parece que evoluciona levemente a un ritmo mucho más lento que el discurrir de la acción: es la encarnación perfecta del tecnócrata (pequeño guiño a la occidentalizad) acomodado e infectado (e infestado) de prejuicios. En el lado opuesto se hallan el hermetismo religioso de Driss Karimi, el dolor de Hamid Krim (atronador el sentimiento de su canto a Kabul), la prepotencia militar de Hamid Danechvar, cosificada en la brutalidad de Mostafa El Houari, y con la complicidad institucional de Mohamed El Hafi. Al igual que Anaya sirve de puente cultural y actitudinal entre Peña y Muñoz, el plantel de hombres cuenta con un Jordi Collet alienado que, conocedor de la realidad afgana, se rinde ante los placeres occidentales (alcohol, drogas, sexo), y sobre todo con Medi Ouazzani, el traidor talibán para unos, pero el reformador para otros. Es una obra ambiciosa, y para ello cuenta con todos los medios posibles: protagonistas, coprotagonistas, secundarios y figurantes. El escenario mecanizado y móvil se transforma continuamente, colaborando en esa interacción cultural con la mezcla de ambientes. Es a veces recargado; otras, simple. Como la desproporción. Otro gran acierto es la presencia de varias lenguas, acentuada por la necesidad imperiosa de ciertos personajes (y público) de la traducción, sin duda siempre contaminada por el intérprete. La incomprensión también se ve encarnada en la falta de unión escénica de los personajes: el aislamiento de Peña (monólogo), de Karimi (religiosidad), de Álvarez (pasividad), de El Houari (idioma nunca traducido) y el escapismo de Muñoz son demasiado grandes para la pretendida unificación de Anaya y Ouazzani, sobre todo porque no luchan juntos: una vez más la desproporción del propósito particular (Anaya) y del general (Ouazzani), acosados además por la política, medios y formas talibán. Son simples supervivientes que buscan sus alianzas en lo que tienen a mano, ¿será éste el mínimo denominador común entre Londres y Kabul? La respuesta y resultado están en la obra: es difícil pero simple, aburrido pero intenso, incomprensible pero evidente, ajeno pero doméstico, constructivo pero en ruinas…, es simplemente desproporcionado.


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