¿Adónde vamos?
Esta es la pregunta que nos hacemos, por cierto, en forma apurada, y sin respuesta afortunada, como lo es todo hoy en día, cada vez que afloran los residuos de angustia existencial que, en momentos en los que hastiados por la prisa, se nos manifiestan cuando hacemos un alto en el camino para pensar en la conveniencia de mantener una relación de convivencia con situaciones que están haciendo que seamos menos nosotros mismos, cada día.
Llegar a ser menos uno mismo, es, en parte, consecuencia de un avance raudo, ausente de proceso, y en el que el tiempo, concebido a la manera tradicional no incide, porque su papel ya no tiene mucho que ver con ciertas labores sociales como la construcción de una historia, ni la edad de las cosas, ni la generación de procesos, porque hoy en día todo nace, hace un amago de reproducción y muere antes de terminar de expresarse plenamente.
Debido a que siempre se corre el riesgo de que el ser humano tenga regresiones de orden existencial, que son inconvenientes para un proceso de uniformidad de la conciencia, porque retrasan a éste, las noticias, las creaciones, las diversiones, los espectáculos, etc, tienen como objeto fundamental distraer su atención, y por eso son muchas las situaciones que se crean a través de los denominados medios de comunicación, para desviar la mirada general e impedir el acceso a reflexiones que conduzcan al tema, no del destino, sino del objetivo social.
Se mantiene puesta nuestra atención en asuntos que generan un temor por la extinción de nuestra existencia biológica, como las tragedias, de consecuencias inmediatas, que son cada vez más frecuentes, como desastres nucleares, terremotos, inundaciones, para evitar que la misma se dirija en cualquier momento a descubrir el temor por la muerte social a que puede llevar el desarrollo de la tecnología, cuyo avance es cada vez más silencioso debido a que cada día se convierte en un vicio, que contraria el objetivo de su origen cual es, supuestamente, mejorar nuestras condiciones mentales y de convivencia.
Aplicando un dicho popular, muy nuestro, según el cual una cosa piensa el burro y otra el que lo está enjalmando, una cosa piensa quien inventa y otra, muy, pero muy diferente quien descubre los beneficios económicos de la tecnología, pues si bien es cierto que su desarrollo se entiende como una actitud solidaria de quien lo impulsa, y su objetivo es ayudar a mejorar las condiciones de vida del ser humano, o de hacer más fácil ésta, si se quiere, lo que finalmente hace es mejorar las finanzas de quienes lo comercializan.
Poco a poco se ha ido creando una fe ciega en la tecnología, originada en su devenir con apariencia mágica, porque un avance sucede a otro sin que el aprendizaje del anterior se haya agotado totalmente, y con lo cual se ha ido creando una dependencia que hace que cada vez la interacción entre las personas tenga la intermediación de un objeto que decide si comunica o no, y al mismo tiempo se ha ido creando una desconfianza ciega en el trabajo del ser humano, es decir, del hacedor de la tecnología, algo que se expresa en que ya no identificamos a las personas con base en la experiencia y el conocimiento que nos dan la relación con ellas, sino por lo que sobre las mismas nos dicen programas aplicados a la tecnología para estudiar la conducta de la gente.
El pensamiento está cada vez menos al servicio de la causa humana, y más al desarrollo de la tecnología. Cada día todo es más delgado y más plano, inclusive el análisis de las cosas y las circunstancias, porque su paso es tan apurado que no da tiempo a dejar de unas y otras un registro que nos permita someterlas a estudio.
Por ahora, la mayor esperanza del hombre radica en sentarse a esperar que aparezca el nuevo modelo de un artefacto que aliviana su vida y lo exime de pensar, para saltar a comprarlo.