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Iconografía y danza. El cordero de Kor’sia 

No me acuerdo bien quién soplaba, de manera extrema, el sábado 21 de diciembre de 2019. No sé si era la borrasca Elsa o Fabien, con vientos de hasta 160 kilómetros por hora. Lo que si sé es que subí desde Vigo hasta A Coruña por la AP9 (ida y vuelta más de 30 euros) en mi coche y eso era como ir volando. Apoteósico el vaivén de los árboles y apoteósico el camino a pie desde el Castelo de San Antón, en cuyas inmediaciones dejé el coche aparcado, hasta el Teatro Rosalía de Castro. Yo no peso mucho, así que el viento que venía en la misma dirección en la que yo iba me transportó hasta el teatro, yo solo tenía que ocuparme de mover los pies con celeridad para ir acompasado.

 

Sentir las fuerzas de la naturaleza a mí me conecta con un panteísmo salvífico que me hace feliz. Al mismo tiempo, la música tempestuosa de las ramas y las farolas agitadas por el viento, los Cantóns de A Coruña prácticamente desiertos de gente y las calles casi sin coches (las caravanas, en Alfonso Molina, iban todas hacia los megacentros comerciales), me trasladan a otra dimensión, muy propicia para ver un espectáculo de danza como el que iba a ver: The Lamb de la Cía. KOR’SIA, con el que se cerraba la programación del TRCDanza de 2019.

Un elenco formado por Mar Aguiló, Astrid Brammig, Laura de Carolis, Antonio de Rosa, Agnés López-Río, Alejandro Moya, Mattia Russo, Giulia Russo y el actor Alberto Tierrez. A este amplio elenco aún se sumaron 3 estudiantes de danza de la zona de A Coruña, plenamente integradas en los cuadros alucinados de The Lamb.

Una coreografía colaborativa, dirigida por Mattia Russo y Antonio de Rosa, cargada de simbología en muchas de sus composiciones y gestos. Un trabajo muy exigente, en relación a la plástica escénica, con diferentes cambios de vestuario y también, en cierto sentido, de personajes alegóricos, referidos a un universo sobre o infra humano. Una especie de limbo final al que llega un ciego. El momento final, de la muerte, como un ínterin en el que la visión se vuelve tan deslumbrante e impetuosa como la tempestad que me zarandeó hasta el teatro, esa tarde noche del 21 de diciembre.

La escenografía de Mónica Boromello y la iluminación de Luis Francisco Martínez Romero nos llevan a una especie de estancia blanca, entre la galería de arte, el hospital y un no lugar. En la pared de fondo cuelga el lienzo del cordero de Dios, en la de la izquierda hay una chimenea y un espejo encima.

Por esa estancia vemos desfilar figuras danzantes, con unos trajes de fantasía espectaculares, de una elegancia y una plasticidad bellísimas. Los cuerpos de las bailarinas y bailarines completan y explotan esa plasticidad del vestuario, diseñado por Alejandro Gómez Palomo, con unos movimientos y poses de un surrealismo fascinante.

Entre el desfile inicial de figuras, me llama la atención alguien que va cubierto por un mono de protección, con escafandra incluida, que lleva a la espalda un tanque y va fumigando a un cuerpo joven que se arrastra desnudo por el suelo.

Por el escenario deambulan monjas, una de ellas porta un incensario, y una corte de figuras enfundadas en rojo.

Hay, desde la dramaturgia de María Velasco y la coreografía colaborativa, dirigida por Russo y De Rosa, una (re)creación de una iconografía de raíz religiosa y católica. A ello contribuye, sin duda, la música de J.S. Bach, por ejemplo, el Kyrie Eleison con las 6 figuras de rojo danzando, con las 6 velas que portan en sendos candelabros, en contraste con el invidente, vestido de traje (camisa blanca y corbata), que va acompañado por una señora elegante y que observa ciego la escena.

La música celestial de J.S. Bach, en distintos momentos, entra en una dualidad turbadora con la electroacústica y otros efectos sonoros, sorprendentes y arrebatadores.

Igual que el personaje alegórico del ciego (el ser humano), también nosotras/os observamos con un cierto grado de ceguera la escena, porque esas figuras danzantes con las velas son arcanos secretos, igual que el resto de personajes alegóricos que aparecen y desaparecen. El arte, aquí, nos sitúa ante una metáfora de la propia vida: pensamos que vemos, que comprendemos lo que vemos, cuando, en realidad, quizás, no es más que un espejismo. Quizás lo más importante no se ve con los ojos, sino que se intuye, se siente… o se ve al final del camino, cuando ya no hay vuelta atrás. Y algo hay de esto, paradójicamente, en las hermosas estampas dancísticas de The Lamb.

En una de ellas, suena el Agnus Dei, qui tollis peccata mundi, y dos figuras rojas forman un triángulo deífico con sus brazos. En ese dúo, una de las bailarinas le quita la funda roja a la otra, dejándola desnuda, y ésta acude junto al lienzo del Cordero de Dios, que está colgado en el centro de la pared de fondo, para tocarle la cara con los dedos.

Procesiones en círculo con pasos de avance y retroceso trazan también otros arcanos de raíz mística y religiosa. Velas, sábana, bandeja de plata, la imagen del rostro de Cristo… configuran ese universo icónico en el que resuenan también Caravaggio en la textura, el color y la luz, Pasolini en el erotismo y el ritual, Bernini en la grandeza de la concepción de conjuntos escultóricos y la riqueza barroca, Romeo Castellucci en los efectos teatrales desasosegantes y misteriosos… Un mosaico en el que teatralidad y danza se funden y se sacuden, como el temporal que reverberaba fuera del teatro.

Así pues, la ilustración de estampas plásticas evocativas, la construcción de un relato surreal de potencia simbólica e iconográfica, atenúan la exhibición del virtuosismo dancístico que, no obstante, se adivina en el elenco. Es como si primase la teatralidad, la composición de cuadros, cierta pantomima, el gesto facial, por veces expresionista, la pose, los juegos con las manos, en algunos momentos acercándose a una visión grotesca. El maquillaje blanco, excepto en el caso del ciego, que interpreta el actor Alberto Tierrez, parece contribuir a esa superación de lo humano y orientarnos hacia una teatralidad subrayada en su artística estilización.

Suenan campanas, las 6 figuras rojas animalizadas en cuadrupedia contrastan con 3 monjas de negro. Hacia el final el ciego se queda en calzones y se tumba encima de un altar, parecido a un catafalco, ladran perros, una figura enfundada en flores emerge del catafalco y entierra en él al ciego. Esa figura estampada de flores es como una alegoría de la primavera y del renacer de la naturaleza.

The Lamb es una experiencia estética, teatral y dancística, perturbadora. Un viaje onírico hacia los terrenos brumosos del sacrificio y el paraíso, la ceguera y la visión, la muerte y la eternidad… Un espacio en el que la danza contemporánea fluye, como el oro fundido, por las venas de toda una iconografía teatral, evocadora e insinuante. El lado más luciferino de ese cordero (Agnus Dei, qui tollis peccata mundi). Un viaje final en el cual el ciego ve y la danza nos redime, tanto de los pecados como del sacrificio. ¡La danza como paraíso!


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