Zona de mutación

¿Cuánto mide un sueño?

El espacio no se delimita físicamente ni se presupone como continente. El espacio como un ‘hay lugar’ está determinado por el carácter irradiante de los cuerpos y los objetos. Pero el espacio existe también como una virtualidad («Tras haber creado la orquesta invisible, desearía crear el teatro invisible» (cita de Wagner en ‘Diarios’ de Cósima Wagner). Esta virtualidad no obstante, no podría darse sin una convención o un contorno cultural que lo presuponga. Por ejemplo: se ponen dos sillas en la vía pública, se traza con tiza una elipsis alrededor de ellas y veremos que ya es suficiente para que la gente que pasa, evite pisar en el interior de dicho trazado. El espacio también es un deseo como en la plataforma enrejada que impulsa el aire del metro, que desafía a reproducir la mítica escena de Marilyn Monroe o inclusive a evitar toda asociación. El espacio posible para cierto tipo de acontecimientos previsibles o no vienen todo el tiempo a nosotros o nosotros caemos en ellos. Una avenida central de la ciudad, de pronto es cortada por una manifestación y queda convertida, de hecho, en un área peatonal a la que la gente se lanza, como liberada del corset del buen andar por la vereda, aliviada y expandida.

 

El espacio es una realidad física pero también mental. Lo objetivo y lo subjetivo se interpenetran y potencian hasta hacer del espacio un reservorio de certezas, de probabilidades; invitación al juego, la expansión y la experimentación.

 

El espacio como factor de subjetivación tiene la amplitud que decidimos otorgarle. El espacio existe en la medida que los ojos de nuestra alma lo ven. De esa visualidad se desencadenan sus calidades olfativas, auditivas, táctiles.

 

El espacio como entorno a nuestras posibilidades perceptivas es una esfera que, como en el Hombre de Vitruvio dibujado por Leonardo, más que presentarse a la medida del hombre, antropocentrado, tiene el sentido de atravesar nuestra corporalidad.

 

El espacio escénico es un sobredimensionamiento de la persona., donde la esencia del hombre vibrará por siempre como un efecto acusmático, invisible, eterna promesa de algo mejor.

 

El escenario es un nicho que expresa a la realidad por otros medios. La realidad de los aconteceres naturales se intensifican. Esta ostensión es revelatoria, ritual, aperceptiva. Un desafío a nuestras potencialidades sensibles. Una caja de sorpresas donde vemos lo que hasta ese momento no veíamos.

 

Un mimo callejero, corretea alrededor de un transeúnte, mientras actúa para el público de un bar al aire libre. El peatón, desprevenido, cae bajo la demarcación virtual que orquesta el mimo, lo convierte en el ‘personaje’ de su espacio. El público ríe porque el juego es siempre parecido: el del ratón en las garras del gato. Pero, este transeúnte, ni lerdo ni perezoso, al sentirse en ridículo, sin mucho hesitar, saca un arma de entre sus ropas y le dispara al mimo. Lo ultima. El paseante es detenido, llevado a juicio.

 

Por la prensa todos se enteran de los argumentos del intempestivo caminante: «Eliminé a ese cobarde en un campo ficcional, en su propio territorio, lo cual me hace inimputable». Es evidente el problema filosófico que surge respecto a la intencionalidad del acto criminal del peatón, al carácter físico-material de su participación en el área de actuación del periclitado mimo. Y no se queda ahí; continúa: «El espacio del sentido común desborda el ficcional y por ello seré condenado. Pero en ese caso, el juego que no quise jugar, por sentido común, no puede ser absuelto justamente por la materialidad ineluctable de mi reacción. Con la pena tengo bastante, el mimo es un mártir del arte escénico y yo soy un intolerante de la realidad».

 

Las palabras de Sebastián Serlio: «Recomiendo el teatro a la altura de la vista», tienen la implicancia, por simple connotación, de un teatro a la altura de la vida, como la revelación de la verdad a la altura de esa mirada del alma, la conciencia. Una oscuridad que sale de las chácenas a la zona iluminada de los escenarios.

 

Wagner llamaba al espacio escénico «el abismo místico que separa lo real de lo ideal», en el que la ‘concordia discors’ de los elementos, en su juego dinámico de tensiones controladas y armonías insospechadas, catapultan la visión a otros mundos y dimensiones de los que la habitualidad de nuestro sistema sensorio nos tiene acostumbrados. El espacio es un lenguaje, una materia del arte. Una zona de agudas percepciones.


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