El Hurgón

¿De qué te ríes?

¿De qué nos reímos?

Esta es una pregunta que quizás cada día sea más difícil de responder, debido a que la risa se ha ido introduciendo en nuestra vida cotidiana como un acto mecánico, que nos permite sortear crisis, embolatar pensamientos y diferir el cumplimiento de anhelos y proyectos, y las soluciones a nuestros problemas.

Esto no quiere decir, que la intención oculta de la risa de desviar la atención de la gente de sus problemas fundamentales, sea nueva, pues lo que sucede es que dicha intención es, cada vez, más especializada y emparentada con el lenguaje de lo subliminal.

A pesar de la desdicha humana, que, se supone, por el tono de las noticias que vemos a diario, y que sugieren la idea de que la situación tiende a empeorar, la risa está presente en todo tiempo y lugar, y parece estar compitiendo, sin importarle los métodos de lucha que deba usar, para ganarles la batalla, con las demás emociones que puedan despertar los ejecutantes de actividades escénicas, pues, por lo general, quien asiste a un acto escénico parece llevar, preconcebida, la idea de que va a disfrutar un rato, viendo algo diferente a la realidad, y a encontrar de paso la oportunidad de olvidar por un momento las angustias de la vida cotidiana, porque el objetivo del espectador ha ido modificándose, y su búsqueda es cada vez más lúdica, quizás, porque se habituó a la incertidumbre, o porque ha aceptado su incapacidad de cambiar las condiciones que lo rodean, y busca refugio en la risa para mermarle el tono acusador al complejo de culpa que le produce no hacer nada por él ni por nadie.

El espectador ya no busca explicaciones cuando asiste a la sala de espectáculos escénicos, sino disuasión y olvido, debido a que las presiones de la vida diaria agotan su cerebro y le dejan poco espacio a las especulaciones del pensamiento, porque se está imponiendo la idea de que no hay solución posible a los problemas, y por extensión la actitud laxa de quien, reconociendo esto como una verdad, termina considerando innecesario estrujar el cerebro, y perder la paciencia y el tiempo pensando en ellos.

Los tiempos en los que el espectáculo escénico era un planteamiento de la vida, para descuartizarla y compartir el análisis de sus partes con el espectador están cada vez más distantes, y quienes se atreven hoy en día a recuperar esos espacios no consiguen audiencia.

Despertar la risa ha sido parte del éxito que siempre han deseado obtener muchos de quienes actúan, y la manera de hacer que eso ocurra, requiere cada vez de un menor esfuerzo, porque la risa, al parecer se ha convertido en un hábito, y por eso, los argumentos ideados por muchos, pero muchos, de quienes suben al escenario con la intención manifiesta de hacer reír, son poco elaborados y no son fruto de una pesquisa para identificar qué es lo que más puede hacer reír a la gente, porque la risa es una necesidad que se desborda por sí misma y para convocarla, al parecer sólo basta mencionar su nombre.

Es común ver a la entrada de las salas en las que se convoca a un espectáculo, reputado de cómico, la risa, amagando en los rostros de la mayoría de los espectadores sobre cuyos labios se ha estacionado la sonrisa, acuciosa, diligente, pronta a saltar al vacío, para demostrar la disposición de su gestor de acomodarse a la situación, y de unirse al coro de risas cuando el programado momento para hacerlo, se indique. Es como si se dijera, vamos a reír, de una forma tan natural como cuando se dice: vamos a comer.

La risa está incluida en casi todos los espectáculos escénicos actuales, y parece que ya es doctrina que si quien actúa no dice cosas graciosas y es además incapaz de producir movimientos ridículos para enfatizar la gracia, no entra en el mundo de las posibilidades y pierde por ende vigencia.


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