Incendies/Wajdi Mouawad
Narración, memoria, tragedia
Obra: Incendies, representada en francés con sobretítulos – Autoría y dirección: Wajdi Mouawad – Intérpretes: Gérald Gagnon (Antoine Ducharme, Chamseddine), Jocelyn Lagarrigue (Simon), Isabelle Leblanc (Jeanne), Julie McClemens (Nawal 40 años), Ginette Morin (Nawal 65 años), Mireille Naggar (Sawda / Elhame), Valeriy Pankov (Nihad), Isabelle Roy (Nawal 19 años), Richard Thériault (Hermile Lebel) – Escenografía y vestuario: Isabelle Larivière – Diseño de iluminación: Eric Champoux – Diseño de sonido y música original: Michel F. Côté – Producción: Théâtre Abé Carré Cé Carré.
Pasó fugazmente por el Español en 2008. Dejó sin aliento a los que, en aquella ocasión, tuvieron la ocasión de verla. Hoy vuelve, también por unos pocos días, del 22 de septiembre al 3 de octubre, a la sala recién inaugurada en la segunda nave del Matadero. Consígase una entrada como sea. Hoy por hoy, Incendies, del autor libanés Wajdi Mouawad, es uno de los pocos espectáculos que brillan con luz propia en la crepuscular monotonía de la dramaturgia occidental.
Incendies es la segunda entrega de una tetralogía titulada Le sang des promesses que se inicia con Littoral (programada por el CDN para mediados de noviembre en el Valle-Inclán) y se cierra con Forêts y Ciels. Tuve la suerte de ver las cuatro obras en el Festival de Aviñón del año pasado, las tres primeras en una sesión continua que se abría en el patio de honor del Palacio de los Papas a las ocho de la tarde y concluía aproximadamente a la misma hora de la mañana del día siguiente con la concurrencia saliendo alucinada (y aterida) una vez terminada la función, y Ciels, la última, en su estreno pocos días después en un espacio especialmente acondicionado en forma de cubo gigantesco en el teatro del Parc des Expositions de Châteaublanc. El hecho de que Wadji Mouawad fuese el “artista asociado” de aquella edición del festival y, por tanto, estuviera presente en múltiples conferencias y coloquios, junto con su carácter abierto y dialogante, nos permitió a los que allí estuvimos no sólo familiarizarnos con su obra sino conocer de primera mano las circunstancias personales del autor, sin saber de las cuales se hace difícil de entender el grado de emotividad y patetismo que sus dramas son capaces de alcanzar.
Nacido en 1968 en el Líbano, en una localidad cristiano maronita rodeada de enclaves drusos, su familia tiene que refugiarse primero en Beirut y luego, al recrudecerse la guerra civil en 1977, en París, de donde es expulsada por no tener papeles en 1983 para encontrar un asilo definitivo en Quebec. Allí se formará teatralmente Wajdi Mouawad hasta obtener el diploma de la Escuela Nacional de Teatro de Montreal en 1991 e integrarse en varios grupos teatrales canadienses (Théâtre Ô Parleur, Théâtre des Quat´Sous) con los que montará, entre otras, obras de Sófocles, Cervantes, Shakespeare, Wedekind, Pirandello o Chejov. En 1998 recibe el premio de la crítica de Quebec a la mejor producción del año por su obra Willy Protagoras enfermé dans les toilettes y desde 2008 es director artístico del Teatro Francés del Centro Nacional de las Artes de Ottawa. Como puede observarse, una biografía que combina el exilio con una exitosa integración en la sociedad de acogida, por no hablar del reconocimiento del que ahora goza en Francia, el país que en su tiempo le puso de patitas en la calle.
Pero Wajdi Mouawad nunca ha olvidado sus orígenes, el torturado Líbano que tuvo que dejar a los nueve años, los campos y montañas que abandonó para ir a vivir a la ciudad, su lengua, el árabe, que desde entonces no volvió a practicar… Como tantos y tantos trasterrados, llega un momento en el que se pregunta quién es, a qué cultura pertenece, qué le habría ocurrido de haber permanecido en su país. Preguntas todas ellas a las que intenta dar una respuesta personal en su fascinante Seuls, presentada también en Aviñón en 2008, en donde, abandonando la forma tradicional del drama y apoyándose en las artes plásticas, los medios audiovisuales y su propia interpretación como actor único, convoca a los fantasmas que pueblan su mente para recrear un universo imaginario a medio camino entre el diván del psiquiatra y lo surreal. Pero, ante la atrocidad y la barbarie de la reciente historia libanesa, la catarsis íntima de Seuls no es suficiente, hacen falta una purga y una reparación públicas, un reconocimiento de los crímenes y una enumeración de los implicados en ellos que enfríe definitivamente los rescoldos, aún al rojo vivo, de aquella demoledora guerra civil. Si Littoral se centra en el recuento de las víctimas, Incendies nos habla de quienes fueron sus verdugos.
No hace falta citar, y él no lo cita, el nombre del país en el que se desarrolla la acción. Ya sabemos que se trata del Líbano durante el conflicto que lo desmembró a lo largo de quince años – numerosas referencias lo acreditan: las montañas, el norte y el sur tal como son usados en la obra, los campamentos de refugiados (palestinos), las milicias (cristianas), la zona ocupada (por estas últimas por cuenta de Israel) – pero lo que pasó en ese extremo oriental del “mare nostrum” de 1975 a 1990 ocurrió en 1936 justo en el otro extremo del mar Mediterráneo y en los Balcanes a partir de 1989. Son las guerras civiles que desatan los hombres azuzados por las estirpes, las supersticiones y las diversas banderías, cuando no por el puro provecho material. Contiendas o “cruzadas” que en el Mediterráneo se suceden desde que los Labdácidas o los Átridas se masacraban entre sí. Un precedente mítico que constituye el humus, el estiércol nutriente, sobre el que Mouawad edifica su historia.
Una historia que arranca en el Quebec de nuestros días para sumergir a dos hermanos en las inclemencias del túnel del tiempo. Nawal acaba de morir en el hospital tras cinco años sin pronunciar palabra. Sus dos hijos, Simon y Jeanne, se reúnen con Hermile Lebel, notario y albacea de su madre, y reciben dos sobres que tienen que entregar a un padre y un hermano desconocidos hasta entonces. Es el principio de un viaje a los infiernos que les llevará a descubrir quiénes son y de qué espanto vienen. Una recuperación de la memoria histórica que tendrán que tragar, y nosotros con ellos, en dosis de caballo. No faltarán en ella ni una sola de las atrocidades que todos hemos oído contar en la cocina. Y cuando se produzca la reconciliación final de la familia, en una bella escena en la que sus miembros se refugian de la lluvia bajo un plástico, no será sin que antes todos los restos óseos hayan sido sacados de sus fosas.
De sus antepasados, Wajdi Mouawad ha heredado el arte de contar. Y de su formación en Canadá y su admiración por Robert Lepage, los medios técnicos y dramáticos para hacerlo. De modo que, desde que comienza la función y durante las dos horas y media que dura, el espectador está pendiente de la acción y mantenido siempre en vilo tanto por su intrigante desarrollo como por los continuos cambios de rumbo que jalonan su peripecia. Lejos de remansarse en trasnochados psicologismos, que elude recurriendo al arrebato de sus pasajes líricos, el autor se concentra en relatar los hechos, alternando el hoy con el ayer, la trama en Canadá con la del Líbano. Y aunque, evidentemente, nos movamos en un marco de dramatismo extremo, no deja de haber sus partes distendidas, como son las intervenciones del notario Lebel, magistralmente interpretado por Richard Thériault. Así, como una construcción sabiamente planificada, va transcurriendo la obra hasta que el propio fluir de los acontecimientos nos va introduciendo en el horror. Y es entonces, en la culminación de la masacre, cuando Sawda, su eterna compañera, cuenta a Nawal cómo los milicianos obligan a una madre a elegir cuál de sus tres hijos se ha de salvar de ser tiroteado, cuando nos damos cuenta de que el drama ha pasado a ser una tragedia y de que el lamento de las dos mujeres resuena ahora junto al treno que entonan las troyanas de Eurípides al pie de la muralla, aún humeante, de su destruida ciudad. No hay ni un punto de sentimentalismo en Incendies ni un asomo de buena conciencia, sólo el pathos que nace de la tragedia ática. Nawal se infiltrará en casa del comandante de las milicias y acabará con él de dos disparos para agonizar por largos años en el fondo de pozo de una prisión dantesca. Sawda se hará saltar entre los milicianos con un cinturón de explosivos. A esos extremos llegan en esta obra la pasión, la clarividencia y el aliento poético del teatro de Wajdi Mouawad.
Lástima que la representación del Matadero quede deslucida tanto por el mal diseño de la grada (en la que, además, se echan de menos pasillos de evacuación del público) como por la proximidad, no se sabe por qué, del escenario al punto en el que arranca ésta. No se trata de emular el teatro de Dionisos, ni siquiera los venerables muros del Palacio de los Papas de Aviñón, pero sin ese aire, ese espacio vital que pide la tragedia (y que, indudablemente, tiene la primera sala del Matadero), la función pierde mucho de su original esplendor.
David Ladra