Instálame en tu fóvea
Cuando se dialoga en la escena, suele ocurrir que el actor que no está relajado no está ‘mirando’ en verdad o no mira justamente porque no está relajado. Suele pasar que mira ‘en general’, está pendiente de otras cosas y con dificultades o temor a dejarse ir, a abandonarse al destino escénico. El control consciente le impide suspenderse, dejarse estar en su estado. Sería el momento para que su interlocutor, fastidiado, le dijera: «localízame en tu fóvea, hombre». Fóvea es la pequeña cavidad en el ojo donde se instala la imagen focalizada que puede ser reconocida como efectivamente ‘vista’. Es el mirar mirando, en lógica con un actor que opera ‘in fieri’; se trata del mirar en detalle y en serio, por lo cual el actor en escena puede captar si se hiciera un súbito ‘stop’, qué cosa está efectivamente mirando y no fingiendo como que lo hace. El mirar sin ver del actor desconcentrado, es el efecto. El actor desconcentrado es un actor descentrado. Un actor que si fuera avión, derraparía de la pista, al desastre; un proyectil que en vez de darle al blanco, le daría a la persona que estuviera al lado. Aunque hay que asumir que hay actores que desarrollan un cierto oficio de displopía o ‘visión doble’ para al menos arreglárselas, pese a la incierta conformación de la imagen, en aparentar dar en el blanco. Mal que bien todo actor tiene internalizado el mito Guillermo Tell, sabe que se le requiere precisión, pero si su blanco es incierto, su comportamiento escénico será tácticamente más emparentable a la del mono con navaja, o lo que es lo mismo, a un desgraciado peligroso. El trabajo subjetivo de internalización, empieza por hacer un acuse de recibo de una imagen prístina. Sobre esa sensación vale la pena trabajar. El actor puede seguir fielmente su sensación. Pero la sensación no entra realmente hasta que no se produce la ‘necesidad’ de la acción. Es una fuerza motivante que tracciona, fogoneándola. Esta acción motivada es flamígera, virulenta, significativa, de riesgo. Si fuese al revés, que la sensación surja a costa de la acción, producirá fricción, desgaste inconducente, vacío. La sensación ha de ser de fuente física y no imaginaria. El perro de Pavlov podía segregar saliva ante un condicionamiento. Si el actor ha condicionado a este nivel su proceso interno, lo que cabe esperar de él, más que una forma de conocimiento profunda, es saliva de perro, con perdón de los pichichos, es decir, una baba psíquica sin destino de arte. Hay un ejercicio muy revelador que funciona de test. El actor/actriz 1, parado/a, cerrando los ojos, se deja ir como una tabla hacia atrás, donde es recibido a la altura del occipital y a quince centímetros del piso, por las manos del actor/actriz 2, con la condición de no flexionar ‘defensivamente’ algunas de las piernas. Poner defensivamente la piernita ‘por las dudas’ es por falta de confianza, es por el miedo ancestral a desnucarse. En el receptor está la capacidad de brindar esa confianza. Un equilibrista que cruza la cuerda floja, con dos abismos a los costados, no puede darse el lujo de irse a otra cosa. Estamos en el mismo punto de Herrigell respecto al tiro con arco. Es el punto en que uno no ‘hace’ teatro sino que en ese momento, para mal para bien, ‘es’ el teatro (aún en la modestia de su oferta puntual). El actor, cada vez que empieza su obra, camina punta a punta, por esa misma cuerda floja. Por decirlo de alguna manera, ‘juega su vida’. La ‘zona de veda’ que es el escenario es también una ‘zona de veda’ personal durante el tiempo que dura la obra. Lo que supone pensar en: qué es de la vida de los artistas mientras están en escena, qué pasa con ellos real y profundamente, para lo cual lo primero que ha de hacerse en un escenario, para que sea útil, es barrer los cadáveres que lo pueblan.