Involucionando
Ahora que ya ha cesado el ruido de sables –o lo que es lo mismo, ahora que la atención mediática vuelve a posarse sobre otros lares-, quiero reflexionar en estas líneas sobre el ya calificado como «tema de los titiriteros». Es difícil hablar sobre este tema sin decir algo que no haya dicho alguien antes, ya sea para bien o para mal, para demonizar el asunto o para erigirlo como barricada ante el abusos… Y, en la mayoría de los casos, desde la más atrabiliaria impostura. Aun así, yo también siento la necesidad de imbuirme de este postureo 2.0 y escribir, colocándome en el lado de los de la barricada.
Todo empezó como una vorágine de confusas noticias lanzadas con cuentagotas; noticias que, a la postre, se revelaron como sesgadas e irritablemente sensacionalistas. Aunque bueno… En este tiempo que nos arropa, lo extraño habría sido que los sucesivos detalles hubieran sido tratados con objetividad. Pronto, y paradójicamente, los titiriteros pasaron a ser muñecos de guiñol dentro del improvisado campo de batalla: los dos bandos de la España cainita luchaban ataviados con sus mejores galas, mientras los componentes de la compañía Títeres desde abajo seguían en prisión preventiva y sin fianza. Y así estuvieron nada más y nada menos que cinco días.
En la función, de título La bruja y Don Cristóbal, se recupera a este último personaje, que es parte del repertorio ibérico tradicional del teatro de títeres; un oscuro personaje que ya Lorca retrataba en su Retablillo de Don Cristóbal. Los que ahora se rajaban las vestiduras con las muestras de violencia de la obra, posiblemente no saben que el teatro de títeres ha sido siempre un lugar en el que el artista, despojado de sus vestiduras carnales de piel y hueso gracias a sus guiñoles, se encontraban más libres. Poseían los titiriteros (y poseen) un altavoz en sus marionetas y cachiporras, que les permitía tratar cualquier tema sin cadenas, valiéndose para ello de la acidez y la crudeza; una convención perfectamente aceptada dentro del teatro popular. Recordemos, por otro lado, que «teatro de títeres» no es sinónimo de «teatro infantil».
Yo creo que estamos involucionando, no soy capaz de encontrar otra explicación. ¡Todo el país parado porque en una función de títeres un personaje le colocó a otro un cartelito que rezaba «gora alka-eta»! Un cartel colocado, además, para inculpar de un crimen al personaje, no para hacer apología de ningún escabroso asunto. Y es que, por estas tierras españolas, o se está con el que tiene la vara de mando o eres ETA. Y si se puede, se te quema en la hoguera cual bruja. ¿Que la obra no era para niños? Pues probablemente no; y el error del Ayuntamiento de Madrid, al no indicarlo más claramente, es obvio (dicho sea de paso, ni yo ni los millones de españoles que hemos opinado sobre este tema hemos visto la obra). Pero, ¿cómo se traslada la opinión pública (y el poder judicial) desde ese error de programación, en una analogía con lo que ellos mismos reflejan en su obra, a colgarles el cartel de enaltecedores del terrorismo? Ay, qué país. Ahí siguen, en semi-libertad, porque continúan imputados. ¿Les habrán confiscado también sus títeres, esas peligrosas armas?