¡Oh!, la palabra
Se está hablando mucho de la palabra, de la misma manera como se suele hablar de aquello cuya importancia comienza a reconocerse cuando está a punto de desaparecer, pues todo indica que la palabra padece también de desviación de conciencia, un mal causado por el virus de la uniformidad, que consiste en perturbar o distraer la atención de quienes están a punto de concebir ideas que restablezcan la importancia de no estar de acuerdo en todo.
La palabra, esta antigua explicadora de vida, que ha estado al servicio de la convivencia, del aprendizaje, de la expresión de emociones y de afectos, de la generación de ilusiones, y cuyo ritmo de comunicación era más constante y se parecía más a lo que deseaba la gente, cuando había tiempo de hablar para decirse cosas, parece haber entrado en un período de azar y de fatiga, como consecuencia de la insistencia de quienes, sin reparar en su naturaleza y tradición decidora, ansiosos de protagonismo, se están dedicando a poner en su boca (en boca de la palabra), expresiones traídas de los cabellos, para manifestar teorías y emociones de impacto, a las cuales, ella (la palabra) no está acostumbrada y quieren habituar para que termine diciéndolas sin el control de su conciencia.
La palabra se ha visto conminada en los últimos tiempos a decir por decir, y a intervenir adondequiera que es convocada haciendo gala de una locuacidad sospechosa, porque luego de cada intervención se observan en su rostro los gestos de inseguridad de quien sostiene verdades a medias y sólo quiere convencer, y se muestra apurada, porque en su fuero interno sabe que se está habituando a decir más de lo que quiere decir y carece de suficiente voluntad para pararse en medio de todos y desdecir todo cuando se está diciendo en su nombre.
Como muchas otras cosas, cuyo ritmo ha sido alterado, para evitar la digestión intelectual, la palabra también ha sido involucrada en un juego de aventuras, dentro del cual se permite hacer y decir, sin control, no por pedagogía de vida, sino para generar la ilusión de democracia de verbo y acción, y se está usando como pretexto para emitir antojos teóricos de toda índole, excusados de cualquier análisis debido a que el exceso de información deja al observador sin tiempo para someter a juicio todo lo que pasa por sus ojos.
Se habla, se habla y se habla, porque al parecer ya no cuesta nada hablar, y las consecuencias de hablar se resuelven hablando más y más, hasta que la palabra queda exhausta y termina diciendo, sin pensarlo, las cosas que nunca quiso decir, y las que a pesar de todo sigue repitiendo sin reparo.
Muchos de quienes utilizan la palabra como un elemento fundamental en la realización de su oficio (piensen ustedes, amigos lectores, quiénes usan la palabra como elemento fundamental en el desarrollo de su oficio), en muchas ocasiones no parecen comprender que ésta tiene sus límites, sus fortalezas, sus debilidades, su tiempo, su tradición, etc, y que cuando se la usa de forma indebida, diciendo cosas que ella misma niega con sus gestos y que por ello no son sostenibles en el tiempo, se diluye uno de sus roles sociales principales como es la cohesión social.
La palabra, cuya misión es mantener entre las personas una relación definida por muchos como cohesión social, es ahora usada como aglutinadora, y para conseguir lo cual sólo necesita volverse experta en formas de generar impacto. Por eso, dicen algunos expertos, ha descuidado su aspecto, se ha tornado veleidosa, acusa debilidad en sus mensajes y su dignidad se ha quebrantado de tal manera que va sin recato, por el mundo, de la mano del primero que la invite, sin averiguar adónde la lleva.
Tal vez son estas las inquietudes que mueven a los directivos del Instituto de Cultura del Estado de Guanajuato, en México, a realizar el Congreso de la Palabra, a cuya segunda versión asistimos en calidad de conferencista, y sobre el cual diremos algo en crónica que estamos escribiendo.