El Hurgón

¡Qué bueno!, sigamos en crisis

La felicidad prolongada es un reductor de velocidad del pensamiento creativo, competitivo, progresivo y contestatario, porque el individuo adquiere la sensación de que ya todo está hecho, y que su misión es solo disfrutarlo.

Durante un estado de felicidad prolongada el individuo pierde sensibilidades y preocupaciones, porque nada le duele, nada le aprieta, y en consecuencia nada lo obliga a pensar en cómo resolver problemas domésticos, y termina convertido en un elemento más de la gran masa que marcha al ritmo que toquen las circunstancias que están creando su felicidad. Durante un prolongado estado de felicidad, el cerebro permanece tranquilo, y estático, y por extensión lo mismo parece ocurrirle a la consciencia, porque de nada se percata y hasta es capaz de compartir con otras el calificativo de excesivas para referirse a quienes, en medio de la fiesta, se atreven a decir que algo anda mal.

La felicidad prolongada convierte todo en fiesta, e institucionaliza una embriaguez colectiva, que lleva a la gente a reunirse, no para conversar sobre situaciones comunes de conflicto que, como ya dijimos, no existen, sino a competir por crear la mejor forma de demostración de adaptación a dicha felicidad, y de agradecimiento hacia la misma, cantando, cuando no hay qué cantar, riendo, cuando no hay motivo para hacerlo, y gritando fuerte, para evitar que el silencio individual lo segregue de la masa.

Casi nadie es capaz de afirmar que algo anda mal, cuando hay felicidad general, por las consecuencias que tiene cometer un sacrilegio. Los guardianes de lo sagrado rondan sin cesar nuestra intimidad, y las voces contestatarias que surgen, y que se atreven a hacerlo, no son suficientes para armar un coro que consiga competir con los gritos de júbilo que están dando quienes han aceptado que el estado de felicidad que están viviendo, no sólo cumple con sus expectativas de vida, sino que, además parece eterno.

La ruptura, sin previo aviso, de ese estado prolongado de felicidad hace renacer a un individuo, cuya actitud primera, ante el caos emocional que le provoca la perspectiva de perder lo que parecía eterno, es la entrega incondicional a los mismos promotores de la felicidad, para que conjuren, en su nombre, los miedos que le produce la perspectiva de ser excluido de la vida fácil a la cual lo han ido acostumbrando. Sin embargo, dado que las crisis no son resueltas por quienes las han creado, ese individuo, agotado por la ausencia de resultados, comienza a hacerse preguntas que van restableciendo antiguas preocupaciones de corte social, pues no parecen ya suficientes para detener la impaciencia de la gente los grandes certámenes que se hacen para detener la memoria y controlar la paciencia.

Este, nos parece, es un proceso que se ha venido dando en Europa, en donde la impresión de felicidad suprema ha imperando en los últimos tiempos, y lo están demostrando las jornadas de rechazo que se han dado cita en plazas españolas, y que prometen extenderse a otros lugares del mundo, dando lugar a lo que podríamos denominar la globalización de la tristeza.

¿Volverán las dudas? ¿Volverá el pensamiento a operar? ¿Volverá el individuo a saber que aparte ser un elemento social, también es él?

Es posible que ahora que estamos en crisis, cada vez más gente, empujada por la incertidumbre, vuelva a pensar en el ser humano, en el arte como expresión de la vida, y en todas esas cosas que nos hacen pensar en la temporalidad de la existencia.

Si es así, vale decir: ¡Qué bueno!, ¡sigamos en crisis!.


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