Juguetes rotos
La cárcel de la persona es el personaje, la identidad. Esa construcción ficticio-biográfica a la que nos adscribimos o nos adscriben quienes nos rodean. Los otros, las otras, quienes quieren o creen conocernos necesitan de ese constructo identitario. Afonso Becerra de Becerreá ES esto y eso y lo de más allá. Afonso Becerra de Becerreá es así o es de esa otra manera (podría hablar de ti, que estás leyendo estas palabras, pero me quedas un poco lejos, así que, sin pudor, echo mano de mi nombre y apellidos, ese código que me identifica).
Los demás nos etiquetan, nos asignan una identidad más o menos determinada, pero lo hacen porque yo también lo hago conmigo mismo y tú también lo haces contigo misma/o. Nos construímos una identidad más o menos compleja, que vamos modulando y cambiando a lo largo del tiempo según nos vamos enfrentando a los diversos conflictos que debemos resolver en los laberintos relacionales en los que nos vemos inmersos (familia, pareja, amistades, trabajo…).
En dramaturgia (guión de ficción televisiva o cinematográfica, obra de teatro, etc.) consideramos al personaje una metáfora de la persona, una figura retórica artificiosa que la reduce a sus características más importantes y funcionales para la acción. En la(s) realidad(es) pasa algo semejante. La identidad, el personaje, no deja de ser una construcción artificial basada en la selección de unos acontecimientos, gustos y tendencias, en los que nos proyectamos y con los que componemos nuestra historia biográfica.
«Oye. ¿Y tú quién eres? Me gustaría conocerte.» le dice A a B. Si B fuese Cristo le contestaría: «Por mis actos me conoceréis». Pero si B fuese Afonso Becerra quizás optaría por contarle a A una historia mientras ambos se toman una copa 😉
Cómo nos mostramos (cómo vestimos, cómo nos movemos, cómo hablamos…), cuál es nuestra conducta, nuestro comportamiento, adobado con el carácter y el temperamento y sumado a lo que decimos de nosotros mismos, acaba por configurar esa imagen que los demás tienen de nosotros.
Qué solemos hacer: quien miente mucho acaba siendo identificado como un mentiroso, quien se dedica a seducir a los demás acaba siendo el seductor, quien no para de contar chistes y hacer gracias acaba siendo el gracioso, quien no deja de quejarse y protestar por todo o por casi todo acaba siendo el pitufo gruñón del grupo… Y así por nuestros actos, por lo que más hacemos, acabamos también encasillándonos en un personaje.
Igual que el género másculino o femenino y los roles sociales, familiares, laborales, el personaje es una construcción más o menos (psico)lógica que se sobrepone a los condicionantes biológicos y genéticos de las personas.
No hace mucho, en las redes sociales, un joven que participó en un concurso de televisión, estilo «reality show», se lamentaba de cómo había cambiado su vida a partir de esa circunstancia y de lo mal que lo había pasado: «(…) La mayoría de vosotros me conocéis por un «personaje» de la pequeña pantalla que no tiene demasiado de real, aunque al final se llega a vislumbrar algo… Por eso debo dar las GRACIAS a los que me conocéis de verdad (…)»
A veces la pantalla pequeña (la tele), incluso la pantalla grande (el cine), convierte a las personas en productos de mercado. Eso puede resultar rentable económicamente si se le sabe sacar partido, es publicidad. Si tienes un negocio de cara al público puede atraer a un cierto tipo de concurrencia ansiosa por ver al famoso de la tele, porque la tele te puede convertir en una «celebrity». Pero también tiene sus contraprestaciones: la persona reducida y víctima del personaje, convertida en un objeto de consumo y, como tal, en algo fungible (¿dónde están, por ejemplo, la mayoría de las/os famosas/os que salieron de exitosos programas como «Operación Triunfo» o «Gran Hermano»?)
La televisión es una gran factoría de personajes estereotipados porque el estereotipo, el cliché, es muy eficaz y reconocible para el gran público. Las personas acaban reducidas a clichés como: el moderno «vintage» sofisticado, la ninfómana, el chulo, la marica loca, el sabio despistado, el «macho-man», el «queer», la choni, el cani, etc. según las épocas, las tendencias y las modas.
La rentabilidad económica que le reportó a algunas actrices y actores presentar concursos o interpretar personajes en series de ficción televisiva, se cebó en un encasillamiento que, al final, limitó sus posibilidades para trabajar en el cine o en el teatro, porque el gran público no veía más allá del personaje.
Es curioso observar como en el teatro o en el cine, la actriz, el actor, controlan y son dueños de sus personajes, quizás por su dimensión artística trascendente, frente a los productos más mercantiles de la pequeña pantalla, sometidos a la tiranía populista de los «share» de audiencia, las cuotas de pantalla. En el teatro y en el cine la actriz y el actor adquieren la dimensión de co-autores, junto a dramaturgos, guionistas, directoras, etc., como si sus personajes fuesen obras de arte y, como tales, patrimonio inmaterial que permanece en la memoria y en la historia de su cultura o incluso más allá.
Sin embargo, también tenemos casos de artistas famosos devorados por sus personajes, independientemente del medio, víctimas de esa objetualización, que vieron mermar su libertad en muchos ámbitos fundamentales de la vida. Acosados por sus fans, aislados de la vida cotidiana y de los placeres sencillos que fundamentan la felicidad de las personas. En ese camino están los mitos de James Dean, Marilyn Monroe, Michael Jackson… con finales trágicos, o el de aquellas «celebrities» que, al final, cayeron en el olvido al perder su atractivo mediático con el paso del tiempo y que no lograron superar ese estadio, para lo cual se refugiaron en el alcohol o en otras substancias psicoactivas.
Es lo que tienen las modas y sus productos, como dice Lady Markby en AN IDEAL HUSBAND de Oscar Wilde: «You are remarkably modern, Mabel. A little too modern, perhaps. Nothing is so dangerous as being too modern. One is apt to grow old-fashioned quite suddenly. I have known many instances of it.»