Velaí! Voici!

La bailarina vieja y Elena Córdoba

Me pregunto en qué medida somos capaces de ser libres. Me pregunto si el cultivo de las artes escénicas nos permite ser personas más conscientes y emancipadas. ¿Nos enseña algo el cultivo de las artes escénicas? ¿Nos hace mejores? Por ejemplo, un hombre que hace dramaturgia y dirección y que puede realizar espectáculos de una poesía y una humanidad emocionantes, ¿puede, en virtud de ese cultivo y práctica artística, ser un machista y abusar de otras personas por ser mujeres y jóvenes? Resumiéndolo y parlant clar i català: ¿el cultivo del arte no nos enseña nada para la vida? ¿Es que el arte no es vida también?

 

Salto de este razonamiento, que es una cuestión que me inquieta, a otro relacionado, el de la imagen que tenemos de una bailarina o de un bailarín. Quizás la imagen de una bailarina sea aún más acentuada por la tradición heteropatriarcal que sigue activa en nuestra manera de pensar, percibir y actuar. Pero este tampoco es el foco que me gustaría analizar aquí, sino un asunto que puede estar relacionado.

Me temo que las artes escénicas no acaban de ser el antídoto contra el idealismo clásico que encumbra la juventud y los cuerpos tersos. El ideal de la juventud tiene, por supuesto, su rentabilidad de mercado en cremas cosméticas, operaciones quirúrgicas, etc. Creo que a nadie le gusta envejecer y observar como el cuerpo pierde sus formas contorneadas y su firmeza, para volverse flácido, arrugado y quizás más pesado y menos enérgico. Y si no nos gusta que nos suceda lo que, por naturaleza, debe suceder, quizás tampoco nos guste verlo sobre un escenario, porque ver, en cierto sentido, es aceptar.

En qué medida aceptamos el paso del tiempo, el cuerpo ajado, las arrugas, las canas, la calvicie, la decrepitud. En qué medida aceptamos ser perecederas/os.

El fin de semana del 26 al 28 de febrero, en el XVII Festival Isto Ferve del Teatro Ensalle de Vigo, concretamente el domingo 28, pude emocionarme disfrutando de la pieza El nacimiento de la bailarina vieja de Elena Córdoba. Una propuesta que contesta, desde la literalidad de la carne y desde la poesía de esa propia afirmación literal, los tópicos de la juventud, el idealismo que sentencia y condena a las bailarinas y a la danza, en general, salvo rutilantes excepciones, como la de Pina Bausch o el bailarín Kazuo Ohno, a desaparecer de los escenarios cuando sus cuerpos dejan de ser jóvenes y atléticos.

Elena Córdoba nos cuenta lo que sintió cuando su sangre comenzó a volverse densa, cuando comenzó a sentir calor y ver cómo su cuerpo se desbordaba hacia afuera. Nos lo cuenta con precisión y belleza literaria y nos lo muestra con una emocionante desnudez anti eufemística.

Sin embargo, no es Elena Córdoba la bailarina vieja, que danza encapuchada con todo el cabello blanco cubriéndole la cara como una máscara universalizadora y con la barriga y las piernas al aire. No es ella sino la bailarina vieja. Un personaje alegórico de la edad, del tiempo, del cuerpo sabio que se acepta y que se goza en sus limitaciones físicas y sus ilimitaciones de presencia y expresión.

No obstante, ¿acaso no estamos siempre enfrentando algún tipo de limitación física, sean nuestros cuerpos jóvenes o viejos?

El personaje alegórico de la bailarina vieja, a través de la danza y de los dispositivos audiovisuales y sonoros, de David Benito y Carlos Gárate, iluminada por Carlos Marquerie, se desdobla y aparece sobre un paisaje de carne fresca vista por un microscopio. Un cultivo de carne que también observaremos cómo perece, cómo va perdiendo su frescura y se va marchitando, perdiendo su consistencia y desapareciendo. Sobre ese paisaje de carne, proyectada sobre una pantalla, vemos la figura de la bailarina vieja como un avatar espectral del personaje que danza delante de nosotras/os. Estamos entre el personaje alegórico de la bailarina vieja, presente, carnal, misteriosa y real, atractiva en su humanidad más desbordada de lo que sus formas anti-canónicas, y su avatar virtual y onírico, que parece un ángel negro que se eleva por encima de la contingencia de la carne. No obstante, es la contingencia de la carne, de su frescura y su tersura, la que constituye el tema y la materia que nos impresiona, nos sobrecoge, nos gusta, nos hace pensar…

Y está Elena, cuando se quita la capucha, descubre su cara, nos mira a los ojos, nos cuenta sus pensamientos. La Elena que nos recibe y nos saluda antes de empezar la pieza. La Elena que nos pregunta, a su equipo y a nosotras/os, si ya estamos preparadas. De tal manera que El nacimiento de la bailarina vieja vendría a ser un dúo entre ella, Elena, y el personaje alegórico de la bailarina vieja, invocada por la creadora escénica, incluso un trío: Elena, la bailarina vieja y su avatar virtual. Un avatar virtual cuyos hilos invisibles son movidos no solo por la bailarina vieja, que mueve Elena, sino también por David Benito desde el ordenador en el que maneja la imagen audiovisual que vemos proyectada y que actúa en un loop.

Los gritos iniciales apoteósicos, amplificados y tratados a nivel sonoro en una especie de bucle, anuncian el nacimiento o el rito de paso al estadio de la vejez. Se trata de unos gritos atávicos que van más allá del llanto o del espanto ante la constatación de la vejez. Unos gritos que delatan la fuerza que se desata y que está contenida en el tiempo.

El tutú negro, así como la chaqueta y la capucha negras, parecen atributos simbólicos relacionados con la muerte. Igual que los cultivos de carne, que hemos visto al entrar en el teatro y cuya imagen se amplifica en la pantalla, remiten a lo perecedero. Pero Elena nos invita a romper el estoicismo procurado por el género artístico de la “vánitas”. De alguna manera, parece impugnar esa relatividad sobre los placeres de la vida, para reconocer también el placer que está fuera de los cánones, fuera de la juventud. Para aceptar gozosamente este momento y, por tanto, aceptarlo en su calidad fugaz. Lo que viene a ser lo mismo que admitir la existencia como algo necesariamente efímero. Elena nos hace acompañarle en esa celebración, la del nacimiento de la bailarina vieja. La belleza de la vejez y de lo que se descuelga del canon de lo juvenil y lo atlético. Salimos del espectáculo y descubrimos que era necesario, que es necesario.


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