La belleza cóncava
Hay quien dice (y por qué no creerle) que el arte es un invento de la Antigua Grecia. Antes de que nadie se quede en cueros por rasgarse las vestiduras, es preciso matizar: quien eso dice se refiere al arte entendido como una actividad consciente que viene impulsada por una intención de crear belleza. Hasta entonces, qué duda cabe de que se crearon obras que admiramos y que, sin divagaciones, consideramos obras de arte. Pensemos en el arte prehistórico o precolombino, en Egipto o Mesopotamia. Lo que sucede (si seguimos el discurso de quien dice) es que la belleza que percibimos en estas obras es subsidiaria: un efecto colateral que maravilla pero que no se buscaba como primer objetivo. Sin entrar en especulaciones laberínticas sobre el sentido del arte pre-griego, que cuanto más se estudia más preguntas genera, sí hay un consenso tácito en considerar que hasta la aparición de los griegos el arte estaba ligado casi exclusivamente al rito y a la espiritualidad. Al ser humano primitivo no le importaba tanto la belleza como que sus acciones le permitiesen comunicarse con aquello que gobernaba sus vidas, llámese Dios o naturaleza. Habrá quien diga que la belleza secundaria de estas obras supera frecuentemente a la belleza premeditada del arte posterior. Y es que a veces a la belleza se la encuentra más fácil si no se la persigue, pero esto es otro tema.
La aparición en Grecia de la idea del arte por el arte, guarda la búsqueda de la belleza por la pura y sola belleza. A partir de ese momento proporcionar placer a los sentidos ante la contemplación de una obra será un fin en sí mismo. Frente a la creación, el ya reconocido como artista seleccionará aquello que ve en la naturaleza y lo reelaborará cuidadosamente para realzar su belleza aparente y escondida. Ya en el Renacimiento, que ensalzará los estándares clásicos, se buscará que la obra esté dotada de atributos que supuestamente guardan el secreto de lo bello: armonía formal, proporción geométrica, excelencia, discurso narrativo…
Sin embargo, por mucho que se quisiese encasillar lo bello bajo ciertos cánones, con el tiempo lo que se consideraba modelo de belleza varió de forma constante e irremediable. Lo bello, ya se sabe, se columpia alegre en el vaivén de la subjetividad. Y es que la belleza no viene juzgada por la razón, sino por el gusto, que es tan caprichoso como un niño malcriado. En consecuencia, cada época histórica tuvo su particular patrón de belleza que generalmente, siguiendo la dinámica del péndulo, se enfrentaba al anterior a la vez que servía de modelo antagónico del que vendría después. Al final las nociones de belleza fueron tantas y tan dispares que lo bello llegó a ser indefinible. Lo dijo Paul Valéry con un punto de hartazgo: “La belleza es lo inefable”.
A esta idea indeterminada de lo bello contribuyó decisivamente el siglo XVIII, particularmente con la Revolución Francesa. Fue entonces cuando se fracturó la relación entre arte y belleza que hasta entonces, salvo excepciones, había sido hegemónica. Lo relevante ya no era que la obra fuese bella, sino que representase la realidad que, como sabemos, es belleza y otras muchas cosas más. De ahí a que el arte reflejase abiertamente los aspectos más sombríos, abominables y tenebrosos de la existencia humana restaba poco más que un siglo. Uno de los primeros en abrir veda por este sendero fue Goya con sus pinturas grotescas. Ya en el siglo XX la fealdad se introdujo abanderando las vanguardias de las diferentes artes: el dadaísmo de Tristan Tzara, el “ready made” de Duchamp, Picasso, el “happening” y la “performance” de Estados Unidos, el “action paiting” de Pollock, el cine de Buñuel, las esculturas de Tinguely…
Con estos movimientos al espejo que era el arte se le hizo una cavidad, un abismo. Este nuevo espejo cóncavo acogió aquello que siempre había quedado oculto por obsceno y procaz. En el anverso de lo bello no se subliman los sentidos. Se prenden. Se erosionan. Se voltean. Se pervierten.
En teatro, el primero en poner sobre el escenario la fealdad sin recato fue Alfred Jarry con su “¡Mierdra!”. Ésa fue la primera ficha en caer en el dominó de las vanguardias de la provocación. Después vino Artaud y su Teatro de la Crueldad, que a su vez arrastró a futuros creadores: Arrabal y su Teatro Pánico, Richard Foreman o el Living Theatre, si citamos a los imprescindibles. Pero también se abordó esta belleza cóncava desde otros flancos. Recordemos el esperpento de Valle-Inclán, quien precisamente diría, en boca de su Max Estrella, que su estética consistía en “transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas”; o a Kantor, que hizo de la muerte un evento escénico admirable. El siglo XX también vio nacer el Ankoku Butoh en Japón, literalmente “danza hacia la oscuridad”, que se nutre del teatro tradicional japonés al tiempo que lo subvierte. Y más recientemente tenemos los casos cercanos de Angélica Liddell, Rodrigo García o Pippo Delbono. Todos ellos tuvieron la capacidad de ver belleza allí donde nadie lo esperaba.
La fealdad llevada al arte, si está armónicamente trazada en sus contrastes, guarda una atracción imprevista. Ante el aparente horror preferiríamos no mirar, pero la mano que nos tapa los ojos ofrece, como sin querer, una tentadora rendija entre los dedos por la que deslizar una mirada morbosa. Es el poder que tiene aquello que es bello en su fealdad.
Pero, ¿cómo obtener entonces esta dualidad tan atrayente de la belleza fea o de la fealdad bella? A vuelapluma parece sencillo: dejarse caer en la espiral del caos, conducirse por los instintos más primitivos, saltar de un extremo al otro, provocar intencionadamente la desarmonía. La realidad, sin embargo, es siempre más compleja e inaccesible. ¿Cómo hacerlo entonces? Eugenio Barba, que suele venir al auxilio en estos casos, nos ofrece un señuelo. El director del Odin Teatret se refiere a esta dualidad estética con el término Desorden (con mayúscula intencionada):
“Lo que siempre he deseado con mis espectáculos es suscitar el Desorden en la mente y los sentidos del espectador. Quisiera sacudir su costumbre de pre-ver y enjuiciar, quisiera poner en funcionamiento una oscilación emotiva, sembrar estupor”.[1]
Dice Barba que en la consecución de este Desorden, aunque no siga ninguna receta, sí hay una disciplina auto-impuesta que le guía:
“Sé que no existe un método para provocar el Desorden en el espectador. Y sin embargo, tengo la certeza de que puedo acercarme al Desorden con una particular forma de autodisciplina. Ésta presupone una separación de los modos justos y razonables de considerar los valores, las motivaciones y los objetivos de nuestra profesión. Es una actitud profundamente individual que nadie nos puede imponer o donar. Se trata de una liberación y como todas las liberaciones es dolorosa”[2].
La meta parece estar ahí cerca, pero el camino es muy largo. Si no hay esa autodisciplina de la que habla Barba, si no hay una determinación profunda por buscar lo atractivo y lo bello en aquello que resulta horrendo, si no se persigue el arte de lo feo a través de la artesanía, se cae en el desorden (con minúscula), en el caos, en un plasma que simplemente produce rechazo. La fealdad que subyuga esconde un rigor, una composición, una lógica insospechada que produce pavor y deleite al mismo tiempo. Ya lo decía el propio Artaud por medio de una paradoja que también parece inalcanzable: “El verdadero teatro nace de una anarquía organizada”.
[1] Barba, Eugenio. “Hijos del silencio. Reflexiones a propósito de los cuarenta años del Odin Teatret”. Traducción de Lluis Masgrau. Publicado en el programa de mano del espectáculo “El sueño de Andersen”, 2005, p. 51.
[2] Barba, Eugenio. (2005), o.c., p. 52.