Críticas de espectáculos

La casa de la fuerza / Angélica Liddell / Festival de Otoño 2009

Angélica Liddell en el Matadero

 

Hay momentos muy turbadores y sugerentes en La casa de la fuerza que nos presenta Angélica Liddell en el Matadero de Madrid: los cuchicheos de las tres mujeres que beben, fuman, se divierten y platican a la sórdida luz de un tubo de neón que parpadea; el diario de esa viajera que, tras el enésimo desengaño amoroso, escapa a Venecia para encontrarse allí con la noticia del genocidio en Gaza; el “morceau de bravoure” de la Liddell poniendo en evidencia la opresión permanente que una sociedad patriarcal como la nuestra no deja de ejercer, implacable y feroz, sobre el “segundo sexo”; el vagar de las intérpretes de sofá en sofá, esa pieza del ajuar familiar que parece esconder en la morbidez de sus almohadones el destino final de toda hembra: hacer el amor con el marido y ver la tele con los niños…

De centrarse el montaje en todo ello y durar la función una hora y media, estaríamos ante un espectáculo intenso y eficaz, un duro testimonio de la condición real de la mujer (hoy subespecie dentro de la especie) y un arrebatado alegato por que su situación se modifique y que se pueda hablar sin sonrojarse de un único género solidario, el género humano. A ello contribuiría mucho de lo que vemos en escena: la fuerza de la Liddell, la interpretación de María Morales y Lola Jiménez, la iluminación de Carlos Marqueríe o las habilidades del violonchelista Pau de Nut como cantante todo terreno; y sobre todo, esa factura de teatro europeo contemporáneo que luce la representación en sus mejores momentos: la segunda mitad de la primera parte y la primera mitad de la segunda. Una manera de hacer que en nada desentona de mucho de lo mejor del continente.

Pero de ser así, La casa de la fuerza no sería un espectáculo “de la Liddell”. O al menos, de esa Liddell que todo el mundo espera: los organismos públicos que la programan, los “fans” que la ovacionan tras más de cinco horas de función, e incluso puede que ella misma. Ministerio y Comunidad la promueven porque, a más de demostrar su manga ancha, la descarada provocación siempre presente en sus espectáculos parece insuflar un determinado “aggiornamento” en sus más que casposas programaciones. Sus “fans” la adoran porque se sienten retratados, las más de las veces con razón, en esa galería de “frikies” postmodernos que conforman el “dramatis personae” de sus obras. Y ella misma acude a ese reencuentro, no sólo porque la fórmula le garantiza el éxito, sino porque ese peculiar estilo suyo contribuye decisivamente a alimentar, aún más si cabe, la leyenda de artista comprometida y díscola y de mujer triste y atribulada que se viene tejiendo tenazmente desde sus primeros trabajos.

De modo que la cosa no se puede quedar ahí y hay que condimentar un poco más el guiso con otras dos horas de cocción y un buen puñado de especias bien picantes como son los “happenings” y las “performances”. “Performance” es, sin duda, la de Angélica Liddell emulando a Chavela Vargas e interpretando unas cuantas rancheras con voz desaforada y el acompañamiento de un mariachi al completo, el Orquesta Solís por dar más señas. Posiblemente se trate de ambientar la función desde el principio en ese aire pasional y un tanto hortera que estas canciones llevan siempre consigo y de hacer patente, al mismo tiempo, la telúrica presencia del solar mexicano en donde se va a desarrollar gran parte de la acción. Y “happenings” deben ser tanto la colocación como la retirada de esos innumerables sofás que las propias ejecutantes cargan al peso desde los laterales, o el desparrame sobre la escena de unos cuantos quintales de carbón que luego recogen a paladas, acciones estas dos que hacen interminable la segunda parte de la obra aunque encuentren su razón de ser en ese empeño de la Liddell de llegar a la extenuación física – estado al que, de hecho, llegan las tres actrices – como medio de superar la “derrota espiritual”. Tampoco pasa nada porque una función se prolongue innecesariamente sino, como es el caso, que lo que podría haber sido un espectáculo redondo pierda en intensidad lo que tampoco gana en eficacia.

Buena prueba de ello es la parte final. Localizada en Chihuahua, la escena representa una amalgama de cementerio y calvario en donde recibieron sepultura los restos inmolados de varias mujeres desaparecidas. Poca originalidad tiene la estampa, con los nombres escritos en las cruces pintadas de color rojo, en cuanto la hemos visto reflejada cientos de veces en la prensa y en los documentales, e incluso representada no hace mucho en estas mismas Naves del Español por la compañía del Lliure en la impresionante puesta en escena de la novela 2666 de  Roberto Bolaño, adaptada y dirigida por Àlex Rigola. Pero el problema no está en la redundancia de la estética que, al fin y al cabo, podría dar lugar a una situación nueva o a una reflexión más profunda, sino en la manera de presentar el mensaje que se quiere trasladar al espectador, que no es otro que el que la propia Liddell recoge en el programa de mano: “del mismo modo que los chistes sobre judíos culminan en Auschwitz, las rutinas de desprecio hacia la mujer culminan en feminicidio”. Y ello es así porque las portadoras de ese mensaje son, o hacen que son, las propias allegadas de las víctimas.

Y aquí sí que se salta la autora una regla de oro del teatro desde que lo concibieron los griegos, y es que el horror y la piedad no los concitan los propios afectados, de pie sobre la escena y dando testimonio de su pesar, sino una situación trágica y unos personajes inventados que “representan” los hechos sucedidos y a las víctimas resultantes. Transgredir esa necesidad de “representación” lleva a que, en el fondo, esos testigos verdaderos nos suenen a falsos y su denuncia se quede en entredicho. Y desde el punto de vista formal, esa violación de los preceptos hace que se traspasen los límites del arte teatral para adentrarse en un dominio ignoto, el de esa “información” que tan profusamente nos ofrecen hoy prensa, radio y televisión. La imagen de los familiares de los secuestrados del “Alakrana” es sin duda patética y digna de conmiseración pero se queda ahí, inane en la pantalla, hasta ser relevada por la de la siguiente noticia.

Y es que el teatro tiene sus propias reglas que, por mucho que lo intenten algunos, no se pueden saltar a la torera. Y una de ellas, si no la principal, es que frente a ese creador que cree que el escenario es suyo y puede hacer sobre él lo que le venga en gana se sienta un público que, aunque parezca inerte, está allí para ver y escuchar. El responsable del espectáculo no puede monopolizar la escena sino que debe compartirla con el espectador; para que haya teatro tiene que haber comunicación entre ambas partes. No basta con que el respetable se quede con la boca abierta: la representación tiene que poner en marcha sus sentidos, y éstos sus pensamientos y emociones, hasta abrirse camino en su imaginación. Sólo entonces, cuando se establece un flujo de sentimientos y significados que va y viene de la escena a la sala y viceversa, puede decirse que se está haciendo teatro de verdad.

Angélica Liddell es una espléndida escritora y una gran dramaturga, una esforzada intérprete y una competente directora de escena. Y una mujer que sufre y se cabrea. Pero no puede convocarnos al teatro para que veamos qué bien hace ambas cosas. Tiene que aprovecharse de la propia naturaleza del arte teatral y utilizar los recursos que éste le proporciona. O dicho de otro modo, no basta con mostrarnos su dolor y su ira sino que tiene que compartirlos con nosotros. Al fin y al cabo, la catarsis de la tragedia antigua no era otra cosa que un reparto más equilibrado del sufrimiento de los protagonistas. Si esa distribución no se hace, el público, empezando por las autoridades que hoy la contratan y los “fans” que ahora la jalean, irá abandonando la sala. Y se quedará, sola con su aflicción, en un teatro desierto.

David Ladra


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