La casa habitada
La voz, plegada en su hábitat cotidiano, apenas permite percibir quiénes somos, cómo somos. Solo se asoma un perfil, bello y de fondo salvaje. Naturaleza vestida con ropajes de palabras. Una ventana abierta que desde la fachada exterior nos deja ver solo una parte del interior de la casa. Incluso la casa no sabe que es lo que desde fuera las miradas que se cuelan por su ventana alcanzan a comprender. La ventana tiene la mágica habilidad de extenderse en todas las direcciones gobernada por un caprichoso movimiento de origen invisible, impalpable pero sentible. Quizás no sabe que nos deja ver el interior de la casa; un inmenso tejido de miles de hilos entrelazados, con sus infinitas texturas, colores de matices y densidades de emoción. Trazos escritos, nudos formados en un tejido vivo que cuenta a quien sepa escuchar la historia de la casa. Historia grabada en entresijos de hilos. Herencia, caminos andados, tristezas, deseos, esperanzas. Hay otras casas. Las casas deshabitadas. En su vacío, los rastros de quién no está. Ausencia más trágica que la muerte. Ausencia de heridos en guerras íntimas que deambulan por la calle vestidos de normalidad.
Si los parajes son hostiles, el ambiente frío y los ecos mudos, la casa formará gruesos muros con pequeñas ventanas. Justo para dar el oxigeno mínimo que mantenga encendido el fuego de su lar. Lo justo para caldear la vida dentro de sí. Los ventanucos solo se abrirán si la primavera de la alegría calienta sus bisagras y el verano de la confianza sostiene firme su mirada abierta al mundo. Entonces se atreverán a dejarnos escuchar la voz que canta dentro. La casa que nace de una tierra que sostiene, en el seno de un paisaje cálido rico en brisa que acaricia hablando, la casa se alzará a la vida y al gozo; su voz correrá a buscar otras voces a través de puertas y balcones.
No conozco una casa que no tenga sus zonas en sombra, casi oscuras, quizás hasta ignoradas por la memoria; tejidos de voz que por acallados tienen en su mudez impuesta, un grito. Una mirada, un gesto, un mensaje respirado en el aire tuvo el poder de recluir en sus desvanes, en sus sótanos ese matiz de voz viva. La deshizo de aquellos hilos de colores que no encajaban con el color reinante, no cumplían la exigencia de la expectativa establecida. En otra casa un olvido por dejadez convertido en olvido hasta el olvido relegó aquel hermoso entramado de hilos de frescura que semejaba a la risa de agua al fondo de un baúl polvoriento. He visto baúles donde ya no caben más destierros y al final sus cerraduras se rompen por la presión de todo aquello que se acalla. Los pasos por esos pasillos llegan a su fin, no hay más escalones, no hay más descansillos, no hay salida, no hay camino de vuelta. No se puede respirar. Y las voces emergen del baúl, brotan y se deslizan. Empapan la madera, apartan el polvo, refrescan el aire. Las voces desterradas con sus tejidos plenos de vitalidad vuelven para alfombrar un camino nuevo que seguir. He visto casas con esquinas que se descongelan. Y el agua quema. Y el bálsamo de la tristeza baña las heridas, descanso, las calma y después se irá. Y la casa viva vuelve. La voz la reconquista y la habita. La casa saca sus sábanas al sol, extiende las alfombras de sus hermosos colores, cubre las paredes de singulares tapices trenzados en hilos de colores únicos, en capas de hilos trenzados en colores, en gama de brillos y opacos. Seda, algodón, lana, esparto y en algún lugar de la casa bañado a la luz del día ese mueble destartalado que también existe. El aire se mueve tranquilo. Se respira en casa.