La ceguera necesaria
La escena es un lugar de paso, el hábitat en escena se subordina al recorrido, en cuyo caso el lugar es el movimiento mismo. Podría entenderse así:
Lo invisible no es lo oscuro sino lo transparente (Duchamp). Y esa invisibilidad puede estar en estado sólido, pétreo: el vidrio. Lo oscuro supone una opacidad, lo transparente un libre paso a su través. El color bien puede ser una opacidad sobre el soporte de la transparencia. El color pinta la materia invisible. El ‘color’, así dicho, no refiere a un cuadro, en todo caso podría aludirse a un retardo, según Duchamp, un espacio otro donde lo dramático opera directamente sobre lo matérico, como acontecimiento puro, no representacional. El punto en que el drama es la forma más alta del espíritu. El punto en que mirar es ver lo que es. Nada de la triste historia narrativa, figurativa. Fin de la era metafísica. Una era de videntes y no espectadores. Ya no se trata de anécdotas o cuentitos sino del hecho puro. Tampoco nada de la triste presencia de lo espiritual inscribiéndose por el sentido en lo visible. Nada de ‘almismo’ atrincherado en el templo de las musas, para que el arte sea la apariencia sensual de lo absoluto. Una no visibilidad en estado sólido, un posible trance, un evento que si guarda un sentido, es inmanente a la figura. Se dice ‘figura’ acá como lo que se ve. El arte como experimentación antes que como representación, en «la exploración de invisibles e indecibles» (Lyotard). Peor, irrepresentable, en tanto opuesto al espectáculo legitimado e impuesto. La expresión en trance productor, antes que reproductor, representativo. Intensidad física, concentrada, hasta el enigma, sólo develable en la ‘epopteia’ de los develamientos. En el hacer luz de la conciencia. Rarefacción en que lo intensamente condensado, plegado, despliega. Amplía el campo de la presencia, para ‘liberar existencia en el escenario’ (Denis Guénoun). Pero no abunda la realización teatral como taller de lo indecible. Un síntoma. La industriosidad instrumentalizante, habla de lo que no puede hablar, en función de cosificar un producto. El interés por la sombra del arte demanda violar el himen de la expectativa logocéntrica. La expectativa de sentido superpuesto al esqueleto escénico como mensaje. Si el mensaje subsiste es porque el equino salvaje que lo porta, ha sido domado. El arte arroja al suelo a los jinetes racionales. «La verdadera vida está ausente. No pertenecemos al mundo», (Rimbaud). El acto mutable conlleva cualidad de cambio. Es la brujería por la cual puede trasmogrificarse. No hace falta una fe pero sí la idea de que el cambio existe. Según la película de Gondry, «La ciencia del sueño», puede pensarse que entre actor y espectador, hay un Azar Paralelo Sincronizado (APS), una especie de clic cuántico y un momento aparalelo de toque en la que ambos emergen de su mutua ceguera.
Finalmente: «Para pintar –dice Lyotard- debemos dejar de creer en nuestros propios ojos, volvernos ciegos o abandonarnos en los brazos de la ceguera. Desde ahí, el pintor vuelve a pescar el color en el fondo de la noche, lo hace subir de nuevo, lo expone inscribiéndolo en un soporte que no es la retina. El pintor extrae de la ceguera el color, pero no es él quien lo hace, es el hombrecito, que a veces vuelve a salir de esa ceguera. Cuando ocurre el milagro, la pequeña sensación, el acontecimiento sensible, el pintor trata de asirlo, lo mismo ocurre con el escritor (…) debemos volvernos ciegos a lo cultural si queremos tener acceso a lo artístico».