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La Cenerentola del São Carlos y el goce de la ópera

Las altas exigencias de la música y el canto en la ópera hacen que, en muchas ocasiones, la concepción escénica de las mismas se reduzca a una mínima ilustración de la fábula representada.

Parece, en ese caso, que se trata de servir con esmero la partitura musical y vocal, hasta las máximas cotas de virtuosismo posible y que, sin embargo, la acción dramática que le daría sentido se limite a algo que no entorpezca demasiado.

A esta deficiencia se podría asociar también el viejo tópico sobre las grandes divas y los grandes divos de la ópera. Primeras figuras a nivel internacional, con un gran prestigio, que, en cierto modo, no están dispuestas a abandonar sus zonas de confort en lo interpretativo actoral para no arriesgar la cualidad de sus interpretaciones vocales.

El resultado suelen ser óperas sublimes para el oído, pero rígidas y acartonadas para la vista. Espectáculos muy poco magnéticos y atractivos en su dimensión teatral que, incluso, pueden parecer simples distribuciones decorativas con movimientos actorales muy básicos e inexpresivos y gran ostentación en los decorados, el atrezo y la iluminación para suplir la pobreza de la acción.

En otros casos más rompedores se adivina la idea dramatúrgica de la dirección escénica sin que haya una asunción eficaz por parte de la realización de conjunto. Son esas óperas en las que podemos adivinar las formulaciones innovadoras de la directora o director escénicos, pero solo de una manera mental, ya que estas formulaciones nada más aparecen apuntadas. Ahí se da una escisión entre la dramaturgia escénica y su realización superficial.

Estos encorsetamientos, lamentablemente, hacen que la ópera se quede en una experiencia artística a medias, ya que no consigue aunar y propulsar mutuamente ambos niveles de realización: el musical – vocal y el teatral.

Bien es cierto que para conseguir esa profundización y simbiosis sería necesario dedicarle tantas o más jornadas de estudio y ensayo a los aspectos teatrales y actorales como a los aspectos musicales y vocales. Cosa que, por lo general, no suele pasar cuando se establece una hegemonía de lo musical y lo vocal por encima de lo escénico.

Aristóteles dejó escrito en su Retórica que el arte solo es arte cuando, además de la perfección técnica y del oficio, se le infunde una alta dosis de placer. Cabría entonces preguntarse si ésta o aquel cantantes de prestigio experimentan el mismo placer cuando cantan como cuando juegan los roles que intervienen en las historias que representan.

Por todas estas razones resulta excepcional cuando asistimos a una ópera y no solo nos atrapa la ejecución musical sino que disfrutamos con el seguimiento de la trama de sucesos que allí se desarrolla.

Este ha sido el caso del divertido y exitoso montaje de LA CENERENTOLA, OSSIA LA BONTÀ IN TRIONFO de Gioachino Rossini, libreto de Jacopo Ferretti, con dirección musical de Pedro Neves y dirección escénica de Paul Curran, en reposición de Oscar Cecchi, que pudimos ver el 1 de abril de 2015 en el TEATRO NACIONAL DE SÃO CARLOS (Lisboa).

Lo primero y más sobresaliente que se ha de decir de esta producción de una ópera bufa, con situaciones de enorme comicidad mezcladas con escenas de un cierto lirismo sentimental, es que todo el elenco, incluido el Coro del Teatro Nacional de São Carlos, estaban pasándoselo muy bien mientras actuaban. Conseguían generar un espíritu lúdico chispeante y ágil que contagiaba a todo el público. Velahí el prodigio del trabajo con la energía en escena: su capacidad para expandir su espacio de juego a toda la sala.

Efectivamente, aunque pueda parecer un reduccionismo demagógico no lo es: la rigidez y la pose engendran rigidez y bloquean el disfrute, anulando cualquier dimensión semántica. La fluidez y el juego engendran goce y éste abre todos los canales de recepción a cualquier dimensión semántica. Solo cuando algo nos toca nos puede transformar. Ahí juego y fluidez equivalen también a belleza.

Y en estos parámetros se movió esta producción de LA CENERENTOLA del TNSC de Lisboa.

A la música de nervio ágil se corresponde una escenificación igualmente ágil y dinámica, sin aparatosidad pesante.

Cambios sumamente ágiles de la escenografía, a base de paneles pintados que suben y bajan del telar, o se desplazan a ambos lados, en un juego a vista del público que, por veces, semeja una danza.

En la escenografía de Pasquale Grossi hay un cierto toque circense, en los colores primarios y formas naif al estilo de los dibujos animados infantiles. Así se trazan los espacios principales de la acción: salón y cocina del castillo de Don Magnífico, Barón de Montefiascone, y sus hijas Clorinda y Tisbe, junto a Angelina, la Cenicienta, de quien Don Magnífico es padrastro. Jardines y salones de palacio del Príncipe.

Ese toque circense en la dimensión plástica y visual se extiende, así mismo, al diseño de las situaciones dramáticas, así como a la caracterización de algunos de los personajes, sobre todo Don Magnífico, Barón de Montefiascone, interpretado con una deliciosa vis cómica por José Fardilha, también sus hijas Clorinda y Tisbe, interpretadas respectivamente por Carla Caramujo y Cátia Moresco, que forman un dúo cómico complementario, como si una fuese la variación de la otra provocando una acumulación en los gags. El otro personaje especialmente bufonesco es Dandini, el criado del Príncipe Ramiro que, a petición de éste, se hace pasar por su señor para poner a prueba a las pretendientes de Su Alteza.

También Angelina, A Cinderela, la protagonista , interpretada con igual brillo en los momentos cómicos como en los sentimentales y líricos por Chiara Amarù, forma parte de ese grupo que provoca la sonrisa y la risa. Aunque este personaje es el puente entre la comedia y el drama al erigirse en la representante de los desposeídos, humildes y generosos. Es quien ostenta los valores éticos que este cuento busca representar. La anti heroína que acaba triunfando, como se señala en la segunda parte del título de esta ópera: «A Cinderela, ou o triunfo da bondade».

En la tipificación de los personajes cómicos citados también pueden adivinarse algunos toques de la Comedia del Arte italiana. Don Magnífico es un Pantalone, sus hijas, Clorinda y Tisbe, son una especie de damas caprichosas muy pijas. Dandini, el camarero del Príncipe, es una variante jocosa del Arlequino y la propia Cinderela vendría a ser una criada amorosa.

En el polo de los personajes de concepción más dramática o seria, estarían Alidoro, el tutor del Príncipe, interpretado con solemnidad y convicción por Luca Dall’Amico. Alidoro sería el equivalente, como su propio nombre indica «ali d’oro» (alas de oro), del hada madrina del cuento de Charles Perrault, una especie de ángel protector para Cinderela. En el montaje de Paul Curran Alidoro es el propiciador, ayudante de la protagonista, que adquiere la dimensión de Próspero el de La Tempestad de William Shakespeare. Además de las escenas en las que aparece camuflado de mendigo ciego, que llama a la puerta del Barón en busca de una caridad que solo Cinderela le brinda, tiene una escena de gran efectismo teatral cuando provoca una tormenta orquestada a vista de público con la utilización de máquinas del teatro barroco: lámina de metal que se agita para generar los truenos, rodillo de aspas que gira para producir el sonido del viento… mientras los paneles pintados de la escenografía se desplazan arriba y abajo y a ambos lados, como en una danza furiosa.

El otro personaje de corte serio es el Príncipe Don Ramiro, interpretado de manera sobria por Jorge Franco. Incluso, quizás debido a la propia fisionomía y a la delgadez del cantante, el Príncipe Don Ramiro se nos aparece como un joven vulnerable aunque ostente unos valores insobornables.

Las cualidades vocales y expresivas de todo el elenco, incluido el dinamismo fluido del coro, se sumaron al diseño eficaz de los personajes y a la capacidad para encontrar la diversión contagiosa de lo lúdico en escena.

A todo ello también contribuyen los juegos de equívocos y el delicioso recurso del disfraz para cambiar las identidades, sobre todo en el criado Dandini cuando hace de Príncipe y éste, a su vez, de criado, o Alidoro tocado de mendigo para entrar en casa del Barón.

Los diálogos vivaces, con juegos de palabras explotando la sonoridad de las mismas, utilizando rimas, aliteraciones y dobles sentidos. Y la profusión de floreados en las melodías de los personajes que, lo mismo sirven para otorgar lirismo a pasajes sentimentales, como jocosidad a los pasajes más farsescos, como aquellos en los que el criado Dandini, haciendo de Príncipe, o el propio Don Magnífico, los utilizan con un espíritu paródico que los convierte en una especie de títeres de guiñol.

El espectáculo demuestra, como explica Bárbara Villalobos en su artículo «La Cenerentola –comicidade e pathos sob o signo da transformação», que esos floreados en las melodías de los personajes no pueden entenderse como un «ornamento» añadido a un esqueleto básico, sino como una parte substancial de la expresión musical que colabora en el sentido de la caracterización de los personajes y de su inserción en las situaciones de acción.

LA CENERENTOLA, con dirección musical de Pedro Neves y dirección escénica de Paul Curran, en reposición de Oscar Cecchi, hace primar el ritmo alegre de la comedia por encima de un realismo escénico vinculado a la esfera del drama. Para ello son fundamentales, como señalamos, el diseño de los personajes y los cambios ágiles escenográficos, solapando incluso finales e inicios de escena. También la vertiginosa composición escénica de pasajes en los que Paul Curran opta por descentrar el foco de atención insiriendo diversas acciones simultáneas para crear una especie de paisaje en el que suceden varias cosas a la vez. Este frenesí casi circense contrasta con otros episodios más demorados en los que nos delectamos, por ejemplo, con los encuentros entre Cinderela y el Príncipe.

En resumen: esta producción de LA CENERENTOLA es un juguete cómico, con momentos emocionantes, realizado con inteligencia y ejecutado con frescura y una alegría pegadiza. Alegría que concuerda plenamente con el sentido de este cuento en el que triunfa la inocencia y la bondad.

Si la fábula puede resultar un poco naif, esa misma conciencia jugada con desenvoltura y alegría, la transforma en un espectáculo atractivo y placentero. A lo que, además, hay que agregar el plus de la estupenda acústica y el encanto del propio Teatro Nacional de São Carlos.

Afonso Becerra de Becerreá.


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