Críticas de espectáculos

La costa de Utopía (The coast of Utopia, 2002)/Tom Stoppard

UNA MIRADA AL MUNDO/CDN

 

Apoteosis del drama histórico

 

Dada a conocer en nuestro país con la inclusión, en 1969, del texto de su primer éxito mundial, Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1966), en la mítica colección de teatro de Cuadernos para el Diálogo, no volvimos a saber prácticamente nada de la obra dramática de Tom Stoppard hasta que, en enero del año pasado, se estrenara Realidad (The Real Thing, 1982), otra de sus piezas más afamadas, en el María Guerrero de Madrid. No llegó a pasar siquiera un mes para que tuviésemos, de nuevo, otra obra de Stoppard en cartel, esta vez en el Matadero, adonde trajo el Lliure en febrero Rock´n´Roll (2006), su última pieza por aquel entonces. El caso es que, tras un silencio tan prolongado y en tan breve período de tiempo, tuvimos ocasión de presenciar dos piezas bien representativas de su obra: Realidad, porque abre un período más afectivo tras la frialdad y la ironía que caracterizan sus primeras producciones; y Rock´n´Roll por responder a esa imagen suya de defensor de las libertades y de los derechos humanos (siempre que fuera en los antiguos países de la Europa del Este) que asumió en su momento el autor.

Dos obras más destacan en este su segundo período creativo: Arcadia (1993), una excelente muestra de ese «teatro científico» al que es tan aficionado el público anglosajón; y La costa de Utopía, una trilogía sobre el exilio europeo de la intelligentsia rusa a lo largo del siglo XIX que, dirigida por Trevor Nunn, fue estrenada con un éxito clamoroso en el National londinense en 2002 y ha dado lugar a otros tres montajes desde entonces: el presentado en el Lincoln Center de Nueva York en 2006 (que consiguió un Tony Award), el del Teatro Académico de la Juventud de Moscú (RAMT) de 2007 y el del Cocoon Theatre del Centro Cultural Bunkamura de Tokio en 2009. Ya en el coloquio que se mantuvo con el autor en el teatro María Guerrero con ocasión del estreno de Realidad, Gerardo Vera manifestó su deseo de cerrar su etapa como director del Centro Dramático Nacional con el montaje de La costa de Utopía, cuya traducción, ya disponible en la colección del CDN, se encomendó a Juan V. Martínez Luciano. Supongo que «la crisis» acabó con cualquier posibilidad de producción propia, pero no con el propósito de Vera, quien ha aprovechado la celebración del año dual España-Rusia para traer al Valle-Inclán, dentro del ciclo «Una Mirada al Mundo», la producción del RAMT antes mencionada.

Dividida en tres partes – Viaje, Naufragio, Rescate – La costa de Utopía se estructura al hilo de la vida y obra del pensador y activista Alexander Herzen, conocido también como el «padre del socialismo ruso». Nacido en Moscú en 1812, estudió en su universidad hasta ser detenido en 1834 por participar en actividades contrarias al régimen feudal del zar Nicolás I, permaneciendo dieciséis años en el exilio. Tras la muerte de su padre, un rico hacendado del que heredó una gran fortuna, abandonó Rusia definitivamente en 1847. Afincado en París, fue testigo de las jornadas revolucionarias del 48, que abrieron una brecha definitiva entre la burguesía liberal de la recién nacida Segunda República y las clases populares que reclamaban la inmediata puesta en marcha de medidas sociales. Ante la inminencia de la proclamación de Luis-Napoleón Bonaparte como emperador de los franceses, Herzen se traslada a Londres en 1852. Es en dicha ciudad, que rebosa de exiliados políticos venidos de todo el continente, donde reanuda su actividad revolucionaria creando una revista, La Campana (Kolokol), que, a pesar de estar prohibida por el régimen zarista, llegará a tirar 2500 ejemplares y ser leída en toda Rusia, incluyendo el Palacio de Invierno. Desde Kolokol, Herzen promoverá una intensa campaña para conseguir la emancipación de los millones de siervos aún existentes en su país, aspiración que satisfará a medias un decreto del nuevo zar, el reformista Alejandro II, publicado en 1861 (los mujiks dejarán de ser siervos, pero tendrán que arrendar las tierras que cultivan a sus antiguos señores). A pesar de estos logros, la circulación de La Campana empieza a decaer, en parte por el alejamiento de sus tesis de los opositores del interior, radicalizados por las doctrinas nihilistas, que la consideran demasiado condescendiente con el nuevo régimen. De modo que Herzen abandona Londres en 1866 y se traslada a Ginebra, otro foco de refugiados europeos, para editar la revista en francés. Tras el fracaso de este intento, La Campana cierra en 1868. Su promotor morirá dos años más tarde durante una visita a París. Olvidadas durante algún tiempo, sus obras, en especial Desde otra orilla (1850), y sus Memorias (1860-62) – en las que, desengañado, tras el descalabro del 48, de las falsas promesas de la democracia liberal, promueve la vuelta a un cierto populismo campesino – vuelven a ser leídas por los revolucionarios rusos de 1917 e incluso por el propio Lenin, quien le incluirá, una vez conquistado el poder, en el escalafón de grandes precursores del Estado soviético.

Stoppard descubre la figura de Herzen leyendo Pensadores rusos, una colección de ensayos del filósofo liberal Isaiah Berlin que le lleva a introducirse en el mundo de la intelligentsia rusa en el exilio. Pero es, precisamente, en Los exiliados románticos de E. H. Carr donde encontrará el ingente material biográfico del que se nutre su trilogía. Porque, junto a la figura de Alexander Herzen, van apareciendo en dicho libro las de sus amigos, correligionarios y colaboradores, entre los que se cuentan intelectuales de tanta entidad como el anarquista Mikhail Bakunin, el crítico Vissarion Belinsky, el escritor Iván Turgueniev o el poeta Nicholas Ogarev. Y junto a ellos, que van a ser los personajes principales de la obra – hasta el punto de que Stoppard estuvo a punto de denominar las tres partes Bakunin, Belinsky, Hanzen – surge toda una galaxia de personalidades que incluyen, entre otras muchas, a los socialistas franceses Louis Blanc y Ledru-Rollin, a Giuseppe Mazzini y Lajos Kossuth, padres, respectivamente, de las independencias italiana y magiar, al revolucionario polaco Stanislav Worcell, al líder radical ruso Nikolai Chernishevsky y así, hasta al mismísimo Karl Marx (que no es tratado, por cierto, con demasiada simpatía en la obra).

Ahora bien, el autor no se deja deslumbrar por ese panteón de hombres ilustres que le podría haber llevado a dictarnos un curso de socialismo utópico o de materialismo dialéctico. Y es que Herzen, el pensador y revolucionario, siempre aparece rodeado por un círculo familiar o de amistades que, en cierta manera, le «humaniza» y hace que nos interesemos por su vida, que responde fielmente, por otra parte, al sesgo romántico de la época. Su primera mujer, Natalie, en pleno delirio idealista, intenta compartir su relación con el amor que siente por el poeta Georg Herwegh; la segunda, no sólo se llama como la primera sino que manifiesta las mismas ansias de camaradería conyugal conviviendo con él y su marido, el poeta Nicholas Ogarev; su hijo Kolya, sordo de nacimiento, está empezando a recuperar el habla cuando muere ahogado en un naufragio; su madre, la Natalie primera, sucumbe a su dolor incapaz de superar ese infortunio…

Basta con analizar la composición de este explosivo «cocktail» que forman sentimientos e ideas para darnos cuenta del extraordinario dramaturgo que es Tom Stoppard. Como el pintor impresionista que compone su cuadro a base de pequeñas pinceladas, él va construyendo su función hilando finamente ilusiones y realidades, sensaciones y pensamientos, ficción e Historia, a la búsqueda de un equilibrio del que pudiese surgir «la vida», ese eterno «desideratum» del drama. Y para alcanzar esa armonía casi celeste, debe cuidar al máximo el sentido de la proporción. Puede que la obra esté un tanto lastrada por su elevada carga sentimental pero ¿cómo mitigar, si no, la más que previsible aridez de sus discusiones filosóficas? La estructura de su primera parte, Viaje, da fe tanto de la metodología del autor como de su maestría al aplicarla. El primer acto transcurre en Premukhino, la propiedad de los Bakunin cerca de Moscú, y nos relata en nueve escenas, repartidas entre el verano de 1833 y el otoño de 1841, las visitas que Mikhail realiza a su familia acompañado, a veces, por sus amigos. Aunque se hable de literatura y filosofía e incluso se haga patente la deriva libertaria del joven Bakunin, esas conversaciones no son más que el telón de fondo de una acción que se centra en los amoríos, casamientos, partos, desengaños y frustraciones de sus hermanas. Una sutil manera de recrear un ambiente típicamente chejoviano y hacerse así, desde un primer momento, con el reconocimiento y la atención del público, que podría estar viendo Tres hermanas. Despertado así el interés del respetable, el segundo acto viene a ser como una hoja de calco del primero, pero esta vez vista desde Moscú, de modo que los personajes que pasaron fugazmente por Premukhino nos aparecen ahora cociéndose en su salsa, lo que le permite ya al autor entrar en los temas ideológicos y políticos en profundidad, sin abandonar por ello esa familiaridad y cercanía con la que nos mostró a sus criaturas en el primer acto. Lo político se integra con lo humano. Y así, la imagen de Bakunin, su «papel» en la obra, ya no es la del feroz anarquista que nos inculcaron desde la escuela, sino la de un hijo amante de sus padres y un cariñoso hermano, eso sí, un tanto impulsivo y vehemente. A estas alturas del drama, Stoppard ya se ha hecho con el público y puede decirse sin lugar a dudas que éste se ha sumergido en la función.

Y este es el punto en donde, con la audiencia emocionalmente entregada, el autor lleva el agua a su molino doctrinal, que no es otro que el de la divulgación y apostolado del ideario liberal. Así Alexander Herzen, el «héroe» del drama, va a atravesar todas las vicisitudes de la acción con la convicción y fortaleza de quien sabe que va por buen camino, el que intermedia entre la reacción autoritaria y la progresía radical. El propio Stoppard esboza el itinerario ideológico del personaje en un esclarecedor artículo sobre su pieza que se publicó en el dominical The Observer poco antes de su estreno: «Herzen no tenía tiempo que perder en esa suerte de mono-teoría que engloba historia, progreso y autonomía individual bajo una abstracción totalizadora como es el materialismo dialéctico de Marx. Lo que sí le interesaba – y eso es lo que atrae a Isaiah Berlin – era primar lo individual sobre lo colectivo, lo real sobre lo teórico. Abominaba del concepto según el cual una dicha futura justifica el sacrificio y el derramamiento de sangre del presente. El futuro, decía Herzen, es fruto del azar y la voluntad. No existía ni guión preestablecido ni destino y siempre había tanto por delante como por detrás (…) Si nada es cierto, todo es posible. Es el futuro el que nos pertenece, no nosotros a él. Fuera de estas consideraciones, no se puede contar con mucho más si no es el arte y esa especie de relámpago veraniego que es la felicidad personal». Siendo éste, según los conocedores de su obra, un retrato bastante ajustado a sus ideas y modo de pensar, algo más debía de existir en su cabeza – probablemente, su defensa ulterior del colectivismo agrario – para provocar tanta admiración por parte del camarada Vladimir Ilyich.

Pero, dejando aparte estas precisiones sobre las doctrinas de Herzen, lo que de verdad le importa a Stoppard es, como ocurría en Rock´n´Roll, manifestar de manera patente su anticomunismo visceral. Y lo hace amparándose, una vez más, en su maestría como dramaturgo. Estamos al final de Rescate, la última pieza de la trilogía. Herzen, próximo ya su final, dormita en un sillón envuelto en una manta. Marx se le aparece como una pesadilla: «Después vendrá la titánica lucha final, la última vuelta de esa gran rueda del progreso bajo la que han perecido tantas generaciones de masas trabajadoras en su batalla por la victoria definitiva. Entonces, la unidad y racionalidad del fin último de la historia se aclarará de una vez por todas para todo el mundo, tanto para el atrasado habitante de las islas como para el mujik. Lo que parecía atroz, mezquino y deforme, las vidas rotas y las muertes indignas de millones de seres humanos, se entenderá como parte de una realidad más elevada, de un orden moral superior, contra los cuales toda resistencia es irracional – un cosmos en el que cada átomo trabaja para conseguir la autorrealización de las personas y la culminación de la historia. Veo cómo las llamas se reflejan en el Neva teñido de rojo y cómo cuelgan cadáveres de las palmeras que bordean la avenida iluminada que va de Kronstadt a la perspectiva Nevsky…». Aunque la obra terminará con un último alegato de Herzen en defensa de sus posiciones humanistas, Stoppard hace que la apocalíptica profecía de Marx desmerezca ante la noble imagen del pensador ruso doliente. Ahí reside, tal vez, el problema del drama en nuestros días. Porque de ese contraste emocional surge veladamente una toma de postura ideológica. Ensimismados por nuestras sensaciones, el dramaturgo nos lleva a su redil. Claro que de una forma tan inteligente y atractiva que es como un sortilegio que no se puede resistir. Por lo menos hasta que, a la salida, recuperemos el sentido y empecemos a procesar ese cúmulo de información al que, gracias al empecinamiento de Gerardo Vera, hemos tenido la oportunidad de acceder.

En el Valle-Inclán, las funciones del miércoles, jueves y viernes cubrieron, cada una, una parte de la trilogía, y el sábado, se dio toda seguida. No sé qué pensará el público que ese día se tiró diez horas en el teatro pero, en mi caso, que la vi por partes, me pareció que el tiempo pasaba sin sentirlo. Mérito, sin duda, de la trama y el texto pergeñados por Tom Stoppard pero también, y en un grado importante, de la puesta en escena elaborada por el RAMT. Y es que el Teatro Académico de la Juventud de Moscú que dirige desde hace treinta años Alexei Borodin, lleva consigo, tras un nombre tan de la era soviética, una experiencia artística que arranca en 1921 como sala dedicada al teatro infantil y juvenil para ampliar este alcance, a partir de 1992, a la totalidad del teatro clásico y contemporáneo. Responsable también de la formación de sus componentes, el resultado no puede ser más positivo. Por componer los papeles principales, cabría mencionar a Ilia Isaev y Stepan Morozov en los de Herzen y Bakunin respectivamente, a Evgueni Redko como Belinsky o a Nelly Uvarova y Ramilia Iskander, cada una haciendo una Natalia. Pero es que, en realidad, cada componente del elenco, que pasa de las treinta personas, se mueve como pez en el agua por la escenografía diseñada por Stanislav Benediktov. Como cuando vemos a Cheek by Jowl, por poner un ejemplo, el público sale maravillado por la calidad de los intérpretes y la brillantez del espectáculo sin darse cuenta, a veces, de los años de preparación que lograr esa perfección conlleva ni de todo el entramado institucional que lo soporta todo por detrás. No es sólo que las mujeres y los hombres de teatro británicos y de la antigua Europa del Este sean unos artistas eminentes. Nosotros también los tenemos a nivel individual, pero mientras nuestras instituciones se desentiendan de su obligación de implantar una estructura semejante, no podremos hablar más que de parches, conatos, tentativas y flautas que suenan por casualidad.

Título: La costa de Utopía (The coast of Utopia, 2002) – Autor: Tom Stoppard – Intérpretes: Elenco del Teatro Académico de la Juventud de Moscú (RAMT) – Escenografía: Stanislav Benediktov –Vestuario: Stanislas Benediktov, Natalia Voinova, Olga Polikarpova – Música: Natalie Plezhe – Iluminación: Andrei Izotov – Coreografía: Larisa Isakova – Dirección: Alexei Borodin – Producción: RAMT – Teatro Valle-Inclán – Del 28 de septiembre al 1 de octubre.


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