La crítica
Ponerse delante de la pantalla de un ordenador (dónde quedó el romanticismo de las máquinas de escribir) y lanzarse a escribir sobre el espectáculo visto, tras la debida digestión reflexiva, es un ejercicio de extrema responsabilidad. Es, a la par, un ejercicio magnífico para profundizar en todos y cada uno de los engranajes que la función nos ha ofrecido, pues nos ayuda a poner cada cosa en su sitio y dar forma a las ideas que extraemos inmediatamente después de la finalización del espectáculo. Y es que reflexionar «en caliente» no suele ser una buena opción.
La crítica es verdaderamente un aspecto muy interesante del hecho teatral: dado que cada persona acude a ver un espectáculo con su propia mochila (es decir, sus gustos y preferencias, sus experiencias y sensibilidades, sus referentes… su bagaje, al fin y al cabo), cada función es percibida de forma singular por el espectador; esta circunstancia tan sugerente que se da en el público, se potencia en el caso de aquellos llamados «críticos», se dediquen a ello de forma profesional o, por el contrario, lo hagan, como suele decirse, «por amor al arte»… Y nunca mejor dicho. Se potencia, decía, porque a la persona se le supone una mayor capacidad crítica para analizar lo visto, ya sea para bien o para mal, pues probablemente se dificulte el disfrutar «sin más» de la función debido a su habilidad analítica ya desarrollada. La crítica, además, no tiene (y no debe) por qué ser algo anodino y deshumanizado, como suele convertirse en muchas ocasiones en pos de la corrección política (que no es lo mismo que el perseguir la destrucción de la función a la que se reseña); para los anales quedan las críticas de Larra, llenas de personalidad y pasión. O las siempre referentes críticas de Marcos Ordoñez, si nos acercamos más a nuestro momento vital.
Pero comentaba al principio de mis palabras que el escribir una crítica exige una enorme responsabilidad. Y así es; sobre todo, y aunque el teatro siempre ha vivido en crisis, en un momento de máxima denostación como es el actual. Porque son una ventana de incomparable calado para ese espectador ocasional, la balanza que puede inclinar a favor o en contra el que ese anónimo asista a un espectáculo teatral en vez de ir al cine, al fútbol o, simplemente, decida adelantar las cervezas de después de la función…, sin la función. Así, el realizar una crítica y difundirla, además de un compromiso de «constructivismo» (no el ruso, sino el referido a buscar la crítica provechosa, edificante), exige otro compromiso de fair play, de honestidad. Escribir una crítica no es dar cátedra sobre cómo te gustaría a ti mismo que la obra hubiera sido, no es escribir la obra del autor; es, en muy resumidas cuentas, arrojar tus impresiones y reflexiones sobre el espectáculo disfrutado (o no). Y sobre todo, por encima de todo lo anteriormente dicho, significa practicar la honestidad. Porque los «palmeros» y la complacencia son carnívoras con el teatro, porque desde el respeto máximo al trabajo ajeno, cualquier reflexión es aceptable y positiva: la responsabilidad, como digo, es muy alta. La objetividad y la altura de miras para aceptarlas y saber distinguir el grano de la paja son, asimismo, dos grandes valores.
Y es que no entiendo la obsesión de algunos gurús del «mundillo teatral», supuestos amantes y apasionados del teatro, impostores sin careta, de regalar los oídos con palabras huecas a sus actores/directores/dramaturgos/whatever adorados (o comprometidos con su amistad), cual fangirls del nuevo ídolo musical teen, les guste o no realmente el espectáculo, haga sol o nieve, llueva o queme el asfalto, se represente sobre el escenario una función capaz de hacer revivir a John Gielgud o se produzca una aberración sobre las tablas al nivel de los espectáculos de José Luis Moreno (que me perdonen los amantes de la caspa). No puedo comprender de dónde nace su pulsión. O sí, quizá sí. Definitivamente, sí. Los que se conducen de esta manera, ¿entienden las implicaciones de su proceder? Lo dudo. Y ya que menciono a Larra, unas sabias palabras de su pluma: «No basta que haya teatro; no basta que haya poetas; no basta que haya actores; ninguna de estas tres cosas puede existir sin la cooperación de las otras y difícilmente puede existir la reunión de las tres sin otro cuarta más importante: es preciso que haya público. Las cuatro, en fin, dependen en gran parte de la protección que el Gobierno les dispense». ¡Que cunda!