Zona de mutación

La cultura de la derrota

En su famosa obra «Contra la interpretación», Susan Sontag se rebelaba contra un sistema hermenéutico dominante, que iba en pos de la obra de arte para despojarla de sus virulencias y secretos. No había Esfinge que cayera fundida por respuestas a sus más intrincadas preguntas. Ya ni siquiera era importante la pregunta. Toda gema refulgente que emitía sus haces misteriosos, cada arcano, podía corresponderse a un mensaje, a una posibilidad paralela que remitía como explicación, al signo original. Pero además, no era tarea de cualquiera si no de especialistas.

El enojo de Sontag respondía a la reducción de que la obra valiera por sí misma. La obra no era lo que era sino su interpretación. Y de ese proceso de lavaje, un empobrecimiento, un posibilismo, un signo al alcance. Así es que podrán hacerse mil versiones de Hamlet que pretenden develar lo que nadie se atrevió a hacer antes. Un poco la fórmula sensacionalista de ciertos medios de prensa contemporáneos. Ya porque estaba prohibido, ya porque sólo podía hacerlo alguien tan inteligente como Shakespeare. Este mundo es para gente muy cabeza. No importa que un Bill Gates no se dé por enterado que según crece exponencialmente su riqueza, por simple correspondencia, miles y miles se quedan en algunos lugares del planeta, sin comida, sin abrigo. Pero es que la inteligencia no se detiene en menudencias. La inteligencia es un modelo, un sistema. Luego un acto de fuerza, una razón de poder. En el develamiento del poema va el germen implícito de tal voluntad de dominio. Así como el ‘autor implícito’, el ‘receptor implícito’, vale plantearse la existencia de este ‘poder implícito’, ligado a una forma de proponerse, de orquestarse para la lectura, que favorece la llegada en módicas grageas a la cabeza de los usuarios, que con la decodificación tragan también domesticación.

La circulación sistémica de las explicaciones, para que no haya nerviosismos dentro de esa propia estructura cultural, se instaura como un valor. Es una obra que entiende cualquiera. O es buena porque se entiende, y así para abajo. No importa que en tal depauperización, la obra ostente gran contenido, sino que el código de comunicación pase por el poco o mucho que la misma sea capaz de solventar.

La crítica, posterior a Sontag, del logocentrismo, vino a cuento en no pocos casos no para salvar al mundo de los contenidos manifiestos, sino para desamarrar al lenguaje de lo que éste quiere decir. Y aún así, re-encantar al mundo con la inatrapabilidad de signos, de nada servirá si es para que la vieja mímesis vuelva a anclar las formas a saberes decodificables por una voluntad de contenido.

Alessandro Baricco lo dice claramente: «si acceder al sentido más noble de las cosas era un asunto de determinación. Entonces acceder al sentido de las cosas, se convertía casi en un priviliegio reservado a la burguesía».

Se ha domeñado a los bárbaros, des-aurado a los alquimistas sulfurosos de la palabra. Se ha clavado bandera como estocadas sobre los designios inatrapables del poeta.

Rebajar el proceso de comunicación a lo consabido es una manera que el interlocutor, el receptor, no pueda apropiarse del rayo de los dioses y salir a la aventura por ahí, argumentando alguna nueva forma de sentir.


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