La danza del tramoyista
Los cigarros de nuestro espectáculo «Paisaje con Argonautas» tienen un secreto en sus entrañas. No son un cigarrillo cualquiera. Cada noche, antes del espectáculo, 8 cigarrillos comerciales sufren un intenso proceso de transformación a puerta cerrada, del que salen, aparentemente intactos, pero con mucho meollo en su interior. Es la forma que hemos encontrado de que luzcan, encendidos y humeantes, durante todo el tiempo en el que dura la escena en la que el personaje habla del paisaje de cemento y las «celdas con calefacción central» en el que se convirtieron las ciudades a partir de la segunda mitad el siglo XX.
Un secreto, digo, que labra el alquimista de la compañía, el hombre de negro. Nuestro «Kuroko» particular. «Kuroko» es una palabra japonesa que sirve para designar a una figura de su teatro que es el «servidor de escena». Estos «servidores de escena» tienen incluso su particular forma de desplazarse sobre el escenario. Su movimiento en escena está codificado. De esta forma, el espectador asiático, reconoce de inmediato que se trata de un «servidor de escena», es decir, aquel que hace posible que ocurran todos los efectos «especiales» sobre el escenario.
En occidente, esta figura ha estado siempre oculta a los ojos del espectador. Me refiero al tramoyista. Una profesión que, me dicen, está desapareciendo. Parece ser que los viejos maestros tramoyistas se están llevando consigo sus secretos al hoyo. Todo el «know-how», por utilizar una expresión actual, se está perdiendo por la falta de transmisión. O mejor dicho, por la falta de recipientes sobre los que verter todos esos conocimientos que hacen que una botella vuele por el espacio, que un columpio aparezca colgado en la sala de ensayo de un día para otro o que unos cigarros duren mucho más de la cuenta sin necesidad de aspirarlos ni una sola vez.
Forman parte los tramoyistas en Occidente de la danza del espectáculo, son la cara oculta de la luna. Poder velos trabajar en directo es un privilegio. En un teatro grande, donde tenía lugar un espectáculo de la Nederlands Dance Theatre fue un regalo para los ojos ver cómo 7 jóvenes tramoyistas, guiados por alguien de más experiencia, hacían bajar, a pulso, pero muy sutilmente y todos a la vez, una pared gigante que parecía deslizarse, en pleno espectáculo, cayendo de arriba abajo, hasta ocupar toda la línea central del escenario.
Quisiera inventar una palabra que aúne al tramoyista occidental con el «kuroko» japonés, aderezado con la capacidad para crear objetos mágicos para la escena, como por ejemplo, un reloj que arda, literalmente, en la muñeca. No hay teatro sin tramoya o no debería haberlo. Desde aquí, larga vida a los tramoyistas y, en especial, a nuestro hombre de negro particular.