La detención dinámica según Jan Fabre
El Theatro Circo de Braga cumple 100 años y dentro de su programa de celebración ha incluido el ciclo «A dança dança-se com os pés».
Mi primera visita a este centenario coliseo portugués coincidió con ATTENDS, ATTENDS, ATTENDS… (POUR MON PÈRE) de JAN FABRE, uno de los coreógrafos y directores escénicos que más me fascina.
El espectáculo, de teatro-danza, según nos cuenta Cédric Charron, en la conversación posterior, surgió a partir del texto escrito por Jan Fabre. Se trata de un diálogo del Hijo con el Padre, en forma de monólogo plagado de interpelaciones, reflexiones y aforismos que conectan los rituales de muerte y liberación, con los de la creación artística.
El artista, como un dios, maneja el tiempo a su antojo, más allá de las coordenadas cronológicas. De hecho en ATTENDS, ATTENDS, ATTENDS… (POUR MON PÈRE) se produce una cierta suspensión temporal en los ciclos de variaciones coreográficas y textuales, cada vez que la atmósfera musical y escenográfica, a base de nubes de humo, entre las que parece flotar la imagen flamígera de Cédric Charron, vestido de rojo, aparece, desaparece, reaparece…
El espectáculo se abre y se cierra con la imagen espectral y alegórica del barquero Caronte, deslizándose al empujar una pértiga-remo, sobre la laguna Estigia inundada de niebla.
Caronte es Charron, el Hijo, que apela al Padre espiritual.
El Hijo transporta al Padre, y nos transporta a nosotras/os también, al otro lado del tiempo.
Los movimientos lentos contrastan con otros frenéticos en los que el bailarín gira, salta, se lanza, cae… adopta maneras animales, pasa del hieratismo ritual al desafuero sexual.
La música de Tom Tiest y la luz de Jan Fabre y Geert Van der Auwera, junto a los alucinantes efectos de niebla y humo, van trazando los pasajes de este trayecto.
Hay cuadros en los que la niebla rastrera parece situarnos en un lago de brumas blancas sobre fondo negro, por donde flota y evoluciona la figura alegórica de este Caronte rojo. En otros cuadros las nubes blancas se mantienen a media altura en la vertical, para evocar un limbo o un cielo fuera de lo mundano y ahí parece levitar la figura danzante del actor.
Como por arte de magia, niebla, brumas o nubes, aparecen y desaparecen a una velocidad pasmosa, en un efecto teatral potenciado por el sonido electrónico de la música que semeja un torbellino o una espiral.
Puntuando la estructura dramatúrgica, además, también está la alusión directa al ritual mortuorio de las siete monedas de plata que el Hijo va depositando sobre distintas partes del cuerpo del Padre latente. Un Padre que es un espectro invisible, una virtualidad convocada por la direccionalidad de la palabra y su fuerza conjuradora.
Las monedas se agitan en los bolsillos del pantalón rojo del Hijo en sus circunvoluciones, y ese sonido a cascabeles o a cadenas lo acompaña y se hace notar en muchos momentos, como un campanillear misterioso con reminiscencias igualmente mágicas.
La primera moneda de plata es depositada sobre la cabeza, tal cual la deixis verbal señala, aunque el gesto la deposite en un lugar del linóleo negro del suelo, igual que acontecerá con las restantes seis monedas. La segunda moneda es depositada sobre el pecho del Padre virtual. La tercera sobre el ojo derecho. La cuarta sobre el izquierdo. La quinta sobre el pie izquierdo. La sexta sobre el derecho. La séptima moneda de plata es depositada sobre los labios para proteger el ánima.
Entre tanto, en uno de los pasajes se superpone a la música electrónica el espacio sonoro de unas pisadas en un camino, por un bosque, y el trinar de pajaritos.
En otro pasaje, los movimientos seccionados del cuerpo y los lanzamientos y caídas nos devuelven una figura electrizante y liminar, catatónica.
Resuenan frases que parecen llaves: «Yo vivo para comprender la elegancia de lo inútil»; «Padre, déjame gritar el canto del deseo»; «Padre, déjame celebrar la concentración de la observación»; «El arte de tomar su tiempo, improvisar, dudar, saborear la espera. El tiempo del deseo»; «Yo soy tu hijo Cédric. Mi barca está en marcha»; «Espera, espera, espera…»
Pasajes de cierta bestialidad.
El Hijo, como poseído, después de abrirse la camisa roja, se muerde un dedo y succiona su propia sangre. Saca la lengua roja jadeante. Se golpea con una mano el brazo y succiona sus venas manchando el brazo de rojo.
Igual que en «Je suis sang» (Yo soy sangre, 2001) y en «Histoire des larmes» (Historia de las lágrimas, 2005), hay una reivindicación de los fluidos humanos en los que nos va la vida.
No se puede hablar de muerte sin hablar de vida y no se puede hablar de vida sin considerar sus fluidos y, a la vez, su fluir inapelable hacia la muerte.
La pasión, simbolizada en el traje rojo, es la sangre y es la vida. De nuevo los fluidos y el fluir. Fluyen las palabras pero, sobre todo, fluye el movimiento vocal y gestual, sonoro y corporal, en una simbiosis difícil de explicar pero fácil de captar.
Llama poderosamente la atención, precisamente, esa coherencia en el tono del movimiento danzado del cuerpo respecto al tono del movimiento sonoro de la dicción, aunque estructuralmente aparezcan yuxtapuestos en pasajes alternos.
Los cuadros violentos alcanzan clímax iconográficos, como, por ejemplo, cuando simula clavarse, a la altura del ombligo, el enorme palo, que fue remo y fue bastón. Y observamos su imagen atravesada, como en una tortura medieval. También las transformaciones monstruosas, cuando muerde y simula tragar las monedas.
Una danza flamígera entre dos puntos aplazados, en ese limbo que permite la suspensión, en la espera, en la procrastinación.
Esa confluencia explosiva entre fluir, pasar y la detención dinámica de lo cíclico, de la variación, como un hueco de libertad.
Afonso Becerra de Becerreá.