La economía estética
Cuando se crea, la imaginación no mira a la cuenta corriente. El país de las ideas es un territorio sin ley y allí no hay presupuestos ni propiedades intelectuales que valgan. En un lugar tal toda idea imaginaria alcanza su plenitud artística con tanta brillantez como inmediatez y su autor asciende a la categoría de genio sin mayor competencia. Sin embargo, llevadas a la realidad tangible, donde sólo los pájaros tienen alas y todo cae por la gravedad del dinero, muchas de esas grandes ideas se hacen añicos cuando tropiezan con la piedra de la financiación, una de esas piedras con la que los humanos tropezamos dos y más veces.
Decía un amigo mío (o tal vez era mi parte racional quien se lo decía a mi parte más volátil), que a un creador no se le ve en el imaginar, sino en el salto que va del imaginar al hacer. En el imaginar todo el mundo tiene ideas sublimes; es en el hacer donde se criba a quien tiene verdadero talento de quien sólo tiene talento imaginario. Los genios que sólo proyectan abundan, a los genios que concretan cuesta encontrarlos. Al fin y al cabo, por muchas estrategias que se diseñen con anterioridad, el arte, como el robar, en última instancia es un problema de acción. Planear sin hacer es un pensamiento interruptus.
En ese salto que va del imaginar al hacer, hay muchos agujeros que salvar, pero entre ellos el económico es uno de los más negros, un agujero cuya materia, justamente en estos tiempos nada halagüeños, está hecha de vacíos más que de dinero. Frecuentemente resulta que la idea que hechizó a todos, después de consultar con los gremios correspondientes para llevarla a cabo, cuesta tantas veces más de lo presupuestado inicialmente. O resulta que parte del presupuesto se fue sin decir adiós en aquello que parecía más fácil de conseguir. O resulta que hay algo imprescindible con quien nadie contaba y que no es precisamente barato…. Con estos y otros “resultas” ─la lista es larga─ que perforan las arcas monetarias, al final el resultado último está abocado a no ser el mismo que se confeccionó al comienzo con los hilos de la imaginación.
De ahí que en un proceso creativo lo más fácil de prever sea saber si habrá o no imprevistos, porque haberlos los hay siempre. Lo que es imprevisible es saber de qué tipo serán, los puñeteros cambian de bozal de una vez a otra, tienen la mala costumbre, como los buenos tenistas, de pillar al contrario a contrapié y, además, pocas veces salen gratis. Por eso hay que disponer a la idea primigenia, que hasta entonces ha vivido al libre albedrío en la imaginación, para que se adapte y sobreviva cuando baje a la jungla del pragmatismo terrenal. Quien crea es un serpa de ideas que vela para que éstas se adapten y se desarrollen en el ámbito siempre hostil de la praxis.
En este proceso muchas veces traumático que acompaña a todo serpa-creador, tarde o temprano aparece la pregunta fundamental que, como un padre, quiere ayudar usando un tono de reprimenda: ¿Pero, qué es lo esencial para comunicar la idea? Pregunta que suele venir acompañada de sus secuaces: ¿Es realmente necesario tal y cual efecto? ¿Es que no se puede utilizar algo más sencillo? ¿No hay algo similar que no sea de última generación?…. Finalmente, viene esa pregunta contradictoria, a medio camino entre la ignorancia y la mala leche, que es imposible responder: ¿No se podría hacer lo mismo pero con menos?
El mismo amigo suele decir que saber renunciar es parte del talento de un artista. El presupuesto, que se apellida reducido sea cual sea el tamaño del proyecto, obliga a adecuar las primeras ideas, es decir, a desprenderse irremediablemente de aquella imagen idílica que brotó en alguna parte del cerebro. Hay que saber renunciar a lo que es tan atractivo como inviable y seleccionar la siguiente mejor opción, sin comprometer aquello que era esencial en la propuesta. Es una emancipación dolorosa que pone a prueba la cintura creativa del artista, su capacidad para driblar los imprevistos y, sobre todo, su talento para sintetizar la idea. Lo que en un principio es un problema económico debe convertirlo en un reto para la depuración del estilo, en una reflexión profunda que lo ayude a liberarse de aquello que sólo es superfluo y aparente, y que amenaza con ocultar su verdadera identidad artística. Que no olvide que, a veces, unas circunstancias económicas paupérrimas pueden conducir hacia brillantes opciones estéticas.