La voz antigua

La espuma de la ola

Se puede huir de muchas cosas, pero no de la fuerza del mar y de la ola. En el mar, la huida en la quietud supone la muerte.

Una forma de huir, en la vida, es no hacer nada y esperar, inmóvil e impasible, a que la vida te pase por delante, como una ola que te pasa por encima. Esa ola que no cogiste pero que viste nacer, crecer y romper contra el acantilado; un acantilado que no es otro que tú mismo.

Hay olas que vuelven una y otra vez a la misma orilla, olas que golpean los flancos de jinetes cansados.

Hay olas breves y juguetonas, llenas de espuma, que hacen cosquillas en la piel cuando rompe la marea.

Hay olas poderosas, imposibles de evitar, que nos engullen mientras giramos en sus vientres, y tras las cuales, al volver a la superficie, ya nunca seremos los mismos.

Las olas y el mar en sus resacas.

El mar y el teatro, son criaturas vivas sedientas de sangre. Criaturas vivas, amadas y amantes terribles, que exigen ofrendas en vida en los cuerpos de sus habitantes, terrestres o marinos. En el mar y en el teatro, la presencia escénica o vital, es imprescindible salvavidas, ante el riesgo seguro de ahogamiento o desaparición.

El mar nos cobija en sus entrañas de madre-mar generadora de vida. El mar, como el teatro, tiene entrañas de mujer.

En el mar y en el teatro, se cobran las deudas de muerte en sangre cuando alguien osa desafiar a una tormenta más fuerte que él.

En el mar, como en el teatro, se hacen ofrendas rituales de corderos ensangrentados al ser concreto e infinito que contiene a todas las cosas.

En el mar o en el teatro, hay tardes en las que uno se queda, flotando, en la superficie, mecido por el murmullo de las olas; y hay otras, en cambio, en las que el menor descuido se convierte en una trampa mortal.

El mar y el teatro mecidos por las olas.

Hay olas que al golpear, arrasan con todo a su paso y siembran el vacío. En el teatro, el vacío en forma de ola, provoca la muerte escénica, el vacío existencial.

Hay olas sonoras, en forma de tos, incómoda y persistente; hay olas silenciosas, cargadas de silencio espeso que sepulta con capas de indiferencia. Hay olas de risa, cargadas de esperanza, de misterio o de desesperación.

En el teatro, la orilla inicia su camino a final del escenario, en la primera fila de butacas, en la mirada del otro, multiplicidad caleidoscópica de la mirada ajena. ¿Quién es quién en esa orilla en el borde de la ola?, mar u orilla, actor o espectador, arena o espuma.

Después de la marea, llega la calma; pero a veces después de la calma ya no hay nada; un nada en vacío que nos succiona con más fuerza que la resaca de la ola, que la llamada del mar.

Hay calmas que nutren e invitan a la creación y crianza de criaturas imaginarias.

Hay calmas que hieren como cuchillos y nos arañan la piel con las aristas del mar.

Hay calmas chichas que son preludios de tormentas.

Y a veces, en el batir de olas, nos quedamos sin plumas escénicas ante la fuerza del mar que nos aplasta; pero volvemos, cada día, a ese mar-teatro, criatura viva y cambiante; a ese teatro-mar que cada día nos brinda una ola distinta; nosotros no somos los mismos, y ellos tampoco lo son. Y volvemos, cada día, a ese teatro-mar-hoja en blanco y luchamos a brazo partido para nadar más allá de la línea de rompientes, para volver después a la orilla, en la espuma de la ola.


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