La fragilidad
Sábado por la tarde y la familia medio mosca. Cualquier día me cae una denuncia por abandono de hogar. Agarro el coche y pongo rumbo a Terrassa. Un grupo de estudiantes del Institut del Teatre de Barcelona presentan su taller integrado, un grupo de estudiantes del Institut del Teatre – ¡oh, milagro! – presentan un espectáculo de calle. No me lo puedo perder.
La cita es en la ‘plaça vella’. La representación está prevista para las ocho pero llego muy pronto, con casi una hora y cuarto de antelación. Dispongo de mucho tiempo. Saludo a la compañía, repaso el espacio escénico, tomo fotografías con el móvil de los elementos dispuestos en la plaza. Escucho los comentarios de los transeúntes. Me encanta una señora mayor que, muy didáctica, le cuenta a su amiga que ‘es que a las ocho van a actuar unos ‘saltimbanquis». Otra le comenta a su marido que ‘ya me dirás tu que más cosas raras hacen en la calle’ que ‘qué es esto de hacer teatro con lavadoras y construir un paso de semana santa con papel de periódico’. La expectación que genera en el espacio público cualquier actividad fuera de lo común es maravillosa. Cuántos espectáculos posibles y cuantos públicos también… y cuan expuestos podemos llegar a estar y qué valerosos somos los que nos dedicamos a las Artes de Calle… Me marcho a tomar una cerveza, dándole vueltas al tema, orgulloso.
Entro en un bar y creo conocer a alguien que hace tiempo que no veo. Me escondo en la mesa del rincón y me pregunto dónde ha quedado la valentía del hombre callejero que llevo dentro. Disimulo escribiendo un tweet. Pienso en lo que he escuchado, visto y fotografiado. Lo vivido hasta el momento promete. Tengo ganas de que me guste el espectáculo. Tengo ganas de que pase algo nuevo e interesante, de que una nueva generación de artistas se cuele en el panorama.
A unos diez minutos de empezar la representación, tiempo prudente, me levanto y pago. Salgo y tropiezo con un viejo conocido, un profesor del Institut del Teatre que resulta ser miembro del tribunal que va a juzgar al equipo. Poniéndonos al día, de repente, una gota, dos, tres y otras tantas que se convierten en un chaparrón. Levanto la cabeza y la cosa tiene muy mala pinta. Actores y técnicos se apresuran a resguardar los elementos escenográficos. No da tiempo a preocuparse por el hecho de que se va a tener que suspender la función. Importa cobijar la virgen de papel de periódico, cubrir el equipo técnico, preparar todo para que cuando llegue la furgoneta se pueda cargar rápidamente.
Son gajes del oficio. Cuando no es un chaparrón es el ruido de un coche, o una moto con el motor trucado acelerando a lo lejos, como si estuviera en un circuito de carreras; o una conversación cercana entre dos mamás o papás con carro y niño quejumbroso; o un concierto paralelo de móviles que suenan de manera alternada, a modo de sinfonía minimalista… La meteorología, el azar, lo bueno y lo peor de la masa forman parte de la esencia de las Artes de Calle.
Son tan pocos los que consiguen domar una realidad que siempre termina por aparecerse, ya sea en forma de música o barullo… Se trata de un tipo de creación de una fragilidad extrema. Llámenme romántico pero, ¿no tiene esa mezcla de vulnerabilidad y osadía algo terriblemente bello?