Críticas de espectáculos

La hija del aire/ Calderón de la Barca

LA HIJA DEL AIRE

Coproducción del complejo teatral de Buenos Aires-Teatro San Martín y el Teatro Español.

Teatro Español.

Dirección: Jorge Lavelli.
Autor: Pedro Calderón de la Barca.
Intérpretes: Blanca Portillo, Marcelo Subiotto, Luis Herrera y Eleonora Wexler, entre otros.

EL AIRE Y SUS DESEOS.

El aire tiene más de una hija. Más de dos brazos, más de dos ojos buscan su cobijo en un lugar oscuro, solitario; en un alma huérfana y sin un amor en el que asirse. La hija del aire es la ambición, la tiranía y el hambre por escalar a través de la templanza, de una aparente debilidad que camina junto a la tolerancia, a la amabilidad y la cordura.
La hija del aire es Semíramis. Pudo existir o no. Lo cierto es que su rostro es indefinible. Tal vez, por ello, el cabello de la reina de Babilonia tapa el rostro de Blanca Portillo. Su identidad ha trascendido a través del tiempo y la leyenda. Su huella ha hundido nuestro mundo hasta encerrarlo en un sótano incomunicado y amorfo.
El poder ciega su mirada, deforma sus rasgos, intoxica la atmósfera de Babilonia, esclava de la tiranía de una mujer que ha robado el trono a su marido y que desprecia a su hijo por su emotividad, quizá por su humanidad.
El montaje del argentino Jorge Lavelli ha buceado en el espíritu perverso, de autoexaltación indestructible, propia de la naturaleza humana que subyace en la protagonista del drama calderoniano.
El espacio escénico se circunscribe a un palacio con mil puertas. Un palacio que encarcela a los personajes; tenebroso, inamovible, como el alma pétrea de la reina. Los hechos que transcurren a lo largo de las dos horas y media de duración del espectáculo, ceden su protagonismo a la relevancia de su significado anímico y espiritual en un ser que se siente traicionado, que muere porque muere su reino, que se desvanece en el aire de donde vino y que nace en el engaño que oxigena su ambición.
Blanca Portillo es Semíramis. El alma de una realidad convulsa y cambiante. La actriz es también el motor de una puesta en escena arriesgada en su concepción. Los versos de Calderón emergen con fuerza y convicción a través de la maestría de Portillo. En un rol intenso y difícil, la gran actriz se desenvuelve con soltura y una vez más deja buena muestra de su saber estar, poniendo de relieve que estamos ante una de las grandes damas de la escena.
Por el contrario, el resto del reparto, nada sin mojarse en la rima. El texto queda dicho de forma lineal, sin matices, sin vida; de una forma fría e impersonal, por muy dulce y sugerente que pueda ser el acento argentino.
“La hija del aire” nos propone un viaje. No nos movemos de tiempo, ni tan siquiera cambiamos de lugar. Ambas unidades son indiferentes; quizá porque la historia del ser humano avanza en un círculo vicioso. Todos, absolutamente todos, somos los protagonistas de un agrio sainete que naufraga dolosamente en la amargura del desencanto.
Todos vivimos un sueño. Todos somos, en cierta medida, Semíramis o Segismundo. Queremos enarbolar el estandarte de un poder que escupirá sobre nuestro rostro en cuanto alguien ose abrir las ventanas del palacio en el que alguien mandó recluir nuestro destino.
La hija del aire es la ambición insatisfecha… Satisfecha, al fin, en el ser humano que aspira su alma, en él desvanecida.


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