El Hurgón

La ilusión del mecenazgo

Uno de los sueños pendientes de los gestores culturales es que el Estado subsane parte de su indiferencia hacia el sector, y el poco recurso que da para su desarrollo, dictando normas que motiven a quienes controlan la economía privada a vincularse al desarrollo de actividades culturales, pues en la generalidad de los casos esta vinculación, que de alguna manera ha existido, con la generación de hechos puntuales, que nada tienen que ver con procesos, ha sido generada como un mecanismo de reproducción automática de relaciones sociales de amistad entre empresa privada y gestores culturales bien relacionados socialmente, que siempre han visto, en la artística, una actividad emparentada con la cosmética social y la ocupación del tiempo libre, y para quienes la existencia del hecho es más importante que su objeto, razón por la cual consideran de mayor trascendencia la construcción de un museo que el sostenimiento de un centro de formación artística.

No vamos a definir ahora qué es cultura, ni tampoco vamos a averiguar para qué sirve, porque no nos pondremos de acuerdo con nadie, y nos abstenemos de hacer este ejercicio de divertimiento intelectual, pues las definiciones son tan saludables, como insanas, porque pueden llevar al individuo a orientarse socialmente, o a crear en él una inercia que parte de considerar a la definición, como una razón suficiente para garantizar la existencia de las cosas; pero sí vamos a afirmar que la actividad cultural, o mejor, digamos, la artística, despierta siempre sospechas, por la incapacidad en que se halla cualquier mecanismo de control social, de predecir sus consecuencias, y que es, justamente, esa parte oculta de su desempeño, la que dificulta todo acceso suyo a recursos del sector privado.

La creación de normas por parte del Estado, de estímulos tributarios, para fortalecer la actividad cultural, haciendo que el sector privado se vincule con los aportes de algunos de sus excedentes, no tiene una consecuencia diferente a la prolongación del sueño de medianos y pequeños gestores culturales, de contar con recursos, porque el sector privado «piensa en grande», y por ende sus inversiones son cuidadosamente estudiadas para tasar sus ganancias futuras, tanto en lo material como en lo corporativo.

Cuando quienes hacemos gestión cultural mencionamos la expresión desarrollo cultural, sin lugar  a dudas nos estamos refiriendo a un conjunto de acciones destinadas a formar a los miembros de una sociedad, y a mantener canales de comunicación entre ésta y los antecedentes que la explican, pues casi siempre la actividad cultural es entendida como una forma de preservar la identidad de una sociedad, y esto es algo que abarca a todo el universo social, sin distinguir espacios geográficos, y es ahí donde cualquier Ley de Mecenazgo se convierte en una ilusión, porque el impacto no es igual en todos lados, pues en uno hay más gente que en otros, y el sector privado, como quiera que «piensa en grande», no estará interesado en participar de una actividad cultural cuya proyección publicitaria es escasa y genera por ello invalidez de su imagen corporativa.

De lo anterior se infiere, que si una empresa del sector privado decide aportar para la realización de un evento cultural, la cuantía de dicho aporte será proporcional a la imagen corporativa que los analistas decidan que va a generar el evento.

Por último, existe la tendencia a considerar, de manera equivocada por cierto, que los eventos de mayor importancia (digamos, de calidad), son los que se producen en los grandes centros urbanos, y es con base en dicha idea que el sector privado decide su aporte, de lo cual deducimos que la actividad cultural que se desarrolla en provincia, en donde el impacto, que es el principal indicador de resultados, es menor, queda desprotegida, porque ninguna Ley de Mecenazgo va a condicionar a la empresa privada a hacer sus inversiones consultando con el corazón.


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