La ilusión del sentido
En un mensaje de ‘facebook’ provoqué a algunos colegas excesivamente entusiasmados con la ‘función social’ del arte, a través de una simple opinión:
«El público puede tener sus vaivenes, pero no conviene ponerse moralista con él. El teatro de arte es un arte inútil, y si el sacrosanto público no lo necesita, pues, no lo necesita. Y a bancársela; por qué joderle la vida a la gente con paternalismos culturosos.
Eduardo del Estal, con mayor autocontrol y elegancia, comentó:
«Claridad demoledora la de José Luis Arce. Pone fin a la Institución Imaginaria de la obra de Arte como un objeto cuyo valor de uso tiende a cero y su valor de cambio al infinito. La Belleza es contingente, la Obra participa de lo Necesario».
Esta no sería sino la posición que Morton Feldman pondera como ‘amateur’: la de no andar metiendo las ideas en la cabeza de la gente a la fuerza.
Los espacios de audiencia no se andan ganando con tales actos fuerza. La prodigalidad de la belleza a la que alude el citado pensador («Historia de la Mirada»), se torna incluyente por la misma simple libertad con que la convoca el artista. Aunque es difícil que éste se sustraiga a los cuadros de pertenencia, de influencia, por los que es capaz de ostentar un nombre dentro de los mismos. Las angustias por responder a tales determinaciones, son las que acaban acotando el juego verdaderamente libre de su trabajo e incluso, adjetivándolo con alguna calidad condicional subsecuente. Y según estas calificaciones asentando su cotización en el mercado donde le será difícil ser tan libre como fervientemente pretende responder a esas condiciones. De esta forma las batallas del artista empiezan a desarrollarse en el plano de los adjetivos adjudicados o auto-adjudicados y no tanto en el de los sustantivos, esto es, en el de sus comentarios antes que en el de su sustancia.
Ser elogiado nada más que por cómo los artistas samplean las citas o textos de otros, aleja el problema de la creación al mero juego de astucias e ingenios. Al final, el mismo artista parece enamorarse más de sus repercusiones que de sus fuentes originales.
Componer sin ideas preconcebidas, sin plasmaciones inmanentes que ya están cantando su forma antes que el demiurgo las descubra. El sentido ético de cualquier hallazgo artístico reside no en encontrar el ADN de la forma, que más allá del artista se expresará a pesar de éste, sino en la alquimia capaz de generar una configuración que no está en los anales del propio organismo, funcionando como prejuicio. Descubrir lo que a pesar del creador se manifestará como verdad indeleble, fija, inalterable, es más bien terreno para quienes quieren encontrar una ley en el inconmensurable que si no se aplica hasta ese momento, es por algún atraso técnico-científico, por algún fallo metodológico.
Mientras tanto la consolación artística de los epígonos apunta a hacernos creer que hay un remedio para las angustias. Consolación que como bien demuestra Morton Feldman, está destinada en realidad a aliviarnos del verdadero arte. Todo verdadero arte es de cuidado, pesado, intratable.
Al final, el proceso de comunicación es de segundo grado, porque los públicos tienden a creer que el artista, en el mejor de los casos, es portante o depositario de un secreto que su fidelidad, su incondicionalidad, les llevará a sonsacar. Aún cuando queda el juego de no querer enterarse ni saberlo nunca, otorgando el poder de hacerlo responsable nada más que para no cargar con la responsabilidad de, al saberlo, hacerse cargo de tal conocimiento.
Es así que la función preconcebida por el sistema social, convierte al artista poco menos que en un burócrata que juega el propio juego de fingirse depositario de la verdad revelada. Y por tamaña función, no le queda sino el gesto de hacer mérito.